Satírico Satie (un músico que ríe) 4

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Satie escribió y publicó artículos de una comicidad, digamos, pre-dadaísta y con ellos exasperó a sus colegas músicos y a los que leían en serio lo que él concebía en broma para embromar. Pero no sólo fue un polemista insolente, fue un memorialista o autobiógrafo riente, inclemente consigo mismo: sus irónicos recuerdos personales se titulan, en oxímoron precioso, Memorias de un amnésico.

Y, por supuesto, como músico que era, fue también un compositor irreverente que alteró, no sólo la grafía y la ortografía de la música -caligramático en sus partituras antes de que apareciera Apollinaire-, sino que se llevó por delante -incluidos los compases- todas las convenciones de la armonía y la melodía musicales, por no hablar de aquellas de la rítmica, contradiciendo en todo a las corrientes aceptadas -romanticismo, simbolismo, wagnerismo- de su época.

Con la música del megalómano de Bayreuth -padre de Brunilda, de Tanhäuser, de Isolda y de Tristán-, coqueteó, es cierto, por un tiempo; el tiempo que le duró su fascinación por el muy excéntrico teósofo Josephin Péladan, wagneriano confeso, rosacruz herético, que le embrolló la cabeza con sus majaderías mágicas y esotéricas de una hipotética patética Caldea.

Pero Satie se libró de todo ello gracias a la gracia de su gracia, que es la gracia de la risa. Prueba de ello son los himnos rituales que compuso para las ceremonias parsifalescas del arrebatado autor de El vicio supremo o de El príncipe de Bizancio, y en los que desobedecía todas las normas del modelo germánico que supuestamente respetaba.

Lo que hacía, en realidad, era burlarse de ellas, ignorándolas o parodiándolas al exagerarlas e invertirlas, desembarazándose, de este modo, de su corta pero fecunda aventura wagneriana, de la que surgieron obras extravagantes que anuncian los experimentos en los que se embarcaría poco después, siempre a contracorriente, para escándalo de la música seria, encopetada y encorsetada.

Harto de filigranas wagnerianas le dijo un día a Debussy: necesitamos una música propia, una música nuestra, una música sin choucrout. Y siguió escribiendo música, pero en fracés.