Y una vez más Timofey. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (4). Pnin (1957)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Como quiera que sea, la dentadura postiza de Timofey Pnin es sólo uno de los numerosos motivos que se entrecruzan en la pequeña sinfonía de cámara que es esta novela cómica en la que Nabokov se aprovecha de ser ruso y de dar clases en Wellesley College desde principios de los años 40 para componer una graciosa como insidiosa sátira de la vida académica norteamericana, con su variopinta troupe de profesores de la más extravagante catadura, autóctonos e importados, en campus llenos de estrambóticos personajes. Como estrambótico es, y en grado sumo, el indescriptible e inigualable profesor Charles Kinbote, verdadero protagonista de esa joya de comicidad y de astuta melancolía, como ya hemos avisado, que es Pálido fuego, de la que nos ocuparemos más adelante aquí.

Pero ahora, nos parece justo que continuemos un rato con Pnin. Y es justo continuar porque hace falta hacer algunos ajustes a lo que hemos dicho hasta ahora alrededor de él y del mundo donde tienen lugar sus peripecias. Ajustar, pues, para hacer justicia a su persona y también al demiurgo y taumaturgo que lo creó como disparatada emanación de sí mismo: de profesor a profesor se teje el más entrañable de los vínculos. Por eso no podemos decir, con propiedad, que Pnin sea una novela cómica de las que nos provocan convulsiones o llanto: su objetivo profundo es hacer un retrato tierno, conmovedor y comprometido de un individuo admirable, que respira bondad e inteligencia, y por eso mismo tiene que soportar ser y padecer ser un incomprendido, un ser considerado extravagante, por la genuina integridad de su alma sin dobleces ni hipocresías -estoica, tal vez, en demasía- en un mundo pragmático, apático y hasta antipático frente a la nobleza de un tipo de entereza moral acaso ya en desuso, de una generosidad y una caballerosidad que ya no se estilan, porque no tienen otro rendimiento que el que proporciona la simple y pura alegría, que se agota en sí misma -como el arte: finalidad sin fin-, de la cortesía. Eso es lo que se propone Nabokov, sin duda. Pero para evitar el patetismo o el sentimentalismo que pueden estar amenazando su novela, introduce sabiamente, como él solo sabe hacerlo, elementos y ornamentos de comedia para romper la monotonía de una predecible apología de ese Timofey que todos imitan y parodian, que todos desplazan y utilizan, aprovechándose de él. Sólo impregnando su historia con sutiles ramalazos de ironía podía lograr Nabokov que Timofey Pnin no se convirtiera en un bufón simplón de comedia predecible, y se impusiera como un gallardo ejemplar de bonhomía. Cosas para reírse hay muchas en un libro que no deja nunca de divertir y que fue un éxito de público cuando se publicó. Pero la risa que genera es una risa como la que puede surgir de un fragmento como el siguiente: “Se miró en el espejo trizado del botiquín, y se caló las pequeñas gafas de concha bajo cuyo puente se alzaba su nariz de patata rusa; inspeccionó sus mejillas y su mentón para ver si la afeitada matinal aún servía. Con el índice y el pulgar cogió un pelo largo que le asomaba por una ventanilla; lo arrancó al segundo tirón y estornudó a sus anchas, resonando después de la explosión un ‘¡ah!’ de bienestar”.

René Girard equipara la risa al estornudo: ambos son una explosión catártica con la que el alma expulsa algo que la abruma, chispeante brote de espuma de una descarga eléctrica de anímica liberación.