Dados de Dadá

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Un puñado de jóvenes desesperados sube a la tarima de un oscuro café de Zúrich en plena Guerra Mundial. Corre el año 1916 y en la ciudad suiza donde confluyen las confusas corrientes de todo lo que el enfrentamiento bélico ha desparramado por el mundo, se encuentran, de pronto, una serie de desadaptados, objetores de conciencia, prófugos del servicio militar, artistas del hambre, pícaros de toda laya y metralla, que organizan una alocada y disparatada máquina de escándalos.

Están contra todos los ideales que sustentan la barbarie desencadenada por los apetitos de las grandes potencias y, desde la precariedad de sus posiciones marginales, en la retaguardia del frente donde todo es destrucción y muerte, fundan lo que será la primera vanguardia estética del siglo XX, si obviamos por un momento la facinerosa farsa fascista iniciada en 1909 por Marinetti y sus milicianos futuristas.

Así, en un café de Zúrich, bautizado como Cabaret Voltaire, con la intervención de Hugo Ball y Jenny Hennings, de Jean Arp y Sophie Taueber, de Richard Huelsenbeck y Tristan Tzara, entre otros, nace Dadá.

Rompiendo con todas las expectativas de un teatro de vaudeville, la alocada troupe improvisa sobre el tablado una serie de acciones que anuncian las performances y los happenings del arte del futuro: recitales de poemas sin sentido, danzas improvisadas sobre la marcha al son de una orquestación de ruidos, parodias grotescas del teatro burgués, réplicas sardónicas de los recitales líricos y los conciertos.

El público se enardece frente a aquel batiburrillo de provocaciones y desafíos, y reacciona. Se arma la bella trifulca y todo es confrontación festiva, cínica hilaridad y desparpajo irresponsable.

Así se sientan las bases del arte moderno que, una vez acabada la guerra, se va a desplegar en diferentes direcciones, derivando en formas más o menos politizadas, como ocurre en la Alemania de la Republica de Weimar, donde Dadá vira a la izquierda, generando un arte agresivo, comprometido con los ideales de la revolución bolchevique, que inspira a los espartaquistas nativos, y donde florecen el collage y el fotomontaje y brillan los talentos de Raoul Hausmann y Hannah Hoch, de los hermanos Heartfield, de Georg Grosz y del gran Kurt Schwitters, el alocado autor de obras portentosas como la Ur-sonate y el Merzbau, o hacia experiencias narcóticas u oníricas, como va a ocurrir en París, cuando Tristan Tzara llegue con la buena nueva del dadaísmo zuriqués y seduzca a un crédulo Breton, y al resto de sus bisoños compañeros de andanzas literarias, con sus arranques nihilistas y sus prédicas sin sentido.

De esta rama gala del dadaísmo, una vez pasada la primera fiebre, surgirá una forma más compleja y más aparatosa de organización artística, esa mezcla de candor lúdico y de temeridad, de despreocupación infantil y de compromiso político que fue el surrealismo, su vástago más robusto y duradero.


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