Una hipótesis candente. Los papeles que el amigo no quemó (VI)



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Temeroso de la destrucción de la maleta cuyo periplo peripatético hemos seguido en esta serie que hoy termina, Max Brod, como dijimos en la entrega anterior, la dejó resguardada en una caja fuerte de la Biblioteca Schoken de Jerusalén. Se suponía que sólo él tenía la llave que podía abrirla, pero, en 1950, descubrió que Salman Schoken, fundador de la biblioteca que lleva su nombre, había sacado una copia sin decirle nada, a raíz de lo cual fotografió muchos de los manuscritos ahí depositados. No obstante, cuando en 1952, Brod abrió por su cuenta la caja comprobó que el legado contenido en la maleta kafkiana continuaba intacto.

Poco después de que su mujer muriera, en 1942, Brod conoce a Ilse Hoffe, la mujer que lo acompañará hasta su muerte y que lo sobrevivirá para protagonizar lo que podríamos llamar el epílogo de la procelosa historia de la salvaguarda, primero, y de la posesión interesada, luego, de la famosa y trajinada maleta. En su testamento final, Brod nombra a Ilse Hoffe, que ya para entonces había cambiado su nombre por el de Esther, como heredera y albacea de todo su legado. La naturaleza de este legado se prestaría de inmediato a una serie de kafkianos malentendidos: no quedaba claro, por ejemplo, si las obras que Brod, como dijo un juez israelí, sustrajo del escritorio de Kafka al morir éste, desobedeciéndolo, pertenecían a su legado. ¿Heredaba Hoffe los manuscritos de las obras de Brod junto con las obras de Kafka que Brod se había negado a quemar? Hoffe, pensaba que sí, pero las autoridades de la Biblioteca Nacional de Israel pensaban otra cosa, y, en septiembre de 2007, tras la muerte de la heredera, comenzaron un litigio sobre la posesión de aquellos papeles en el que se verían involucradas Eva y Ruth Hoffe, hijas de la fallecida.

El alegato del abogado de la Biblioteca, Meir Heller, durante su intervención en el primer proceso de impugnación del testamento de Esther Hoffe, que legaba a sus dos hijas todo lo que Brod le había legado a ella, era que Brod había legado a Hoffe aquellos papeles como ejecutora y no como beneficiaria de los mismos, con la intención de que ésta los depositara en un archivo de importancia internacional comprobada, incluida la Biblioteca Nacional israelí. A lo largo de casi diez años, este proceso afectó la vida de las dos hermanas y activó un forcejeo entre el Estado de Israel y el Archivo de Literatura Alemana de Marbach, que se consideraba un depositario más idóneo para custodiar la obra de Kafka -que el amigo no quemó-, no sólo porque esa obra estuviera escrita en alemán y perteneciera a la cultura alemana, sino porque el Archivo de Marbach, como institución, superaba, con mucho, a la israelí, tanto en conocimientos y experiencia archivista y capacidad de conservación como en la disponibilidad de sus fondos para la investigación filológica. Como quiera que sea, en agosto de 2016, el Tribunal Supremo de Israel dictaminó que Eva Hoffe, sin derecho a compensación alguna, “debía entregar todo el legado de Brod, incluidos los manuscritos de Kafka, a la Biblioteca de Israel”. Muchos especialistas kafkianos deploraron esta decisión. Pero gracias a este dictamen, la maleta kafkiana dejó su patético y peripatético periplo y descansó por fin, para bien o para mal. Los manuscritos del autor de El proceso (salvo el manuscrito de éste, precisamente, que Esther Hoffe logró subastar en 1988 por un millón de libras) reposan finalmente en la Tierra Prometida.

[Debo expresar mi agradecimiento y reconocer mi deuda con el escritor israelí Benjamin Balint, cuyo estupendo libro, El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario, me ha servido de apoyo para escribir las seis entradas de esta serie conmemorativa.]

[Próximo micro: Elías Canetti, El otro proceso de Kafka]

[Próxima serie: Legados traicionados]