Una hipótesis candente. Los papeles que el amigo no quemó (V)



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Hay todo un trasfondo kafkiano en la vida del judío checo Franz Kafka en relación con el sionismo y en relación con la aliyá, es decir, con la idea de la migración a Palestina, una idea que se convirtió, en un momento dado de la vida de miles de judíos de Centroeuropa, en una inquietante posibilidad, a la que muchos cedieron sin interponer demasiadas dudas. No fue ese el caso de Kafka, a quien, a última hora, la enfermedad le evitó tomar una decisión para la que nunca se sintió lo suficientemente preparado.

El propio Max Brod cuando, en 1939, se sintió con el agua al cuello, no pensó en escapar en primer lugar a Palestina sino a América, la América a la que emigra el Karl Rosmann de El desaparecido. Pero no tuvo la misma suerte de este personaje y su destino no fue el Gran Teatro de Oklahoma ni las universidades de la Costa Oeste, como lo fuera para otros judíos más afortunados como Hannah Arendt, Theodor Adorno, Thomas Mann, y tantos otros que vieron a tiempo el peligro que los amenazaba y salvaron el pellejo pegando el gran salto a tiempo. A Brod no le quedó más remedio que huir en sentido contrario, hacia el Oriente, rumbo a Palestina. Junto con su esposa y una pareja de amigos, Félix Weltsch y su esposa Irma, llegó finalmente a Tel Aviv, un buen día de aquel mismo año 39. Estaba a salvo, y con él, lo que habría defendido con su propia vida si alguien hubiera intentado despojarlo de ella: la famosa maleta, de la que ya hemos hablado, repleta con los manuscritos del amigo traicionado, cuya última voluntad, como sabemos, desobedeció.

Por un inventario de su contenido, elaborado por el propio Max Brod, sabemos que aquel tesoro consistía en los manuscritos, como ya sabemos, de las tres grandes novelas kafkianas, El proceso, El castillo y El desparecido, mejor conocida como América; en los borradores de historias memorables como “La madriguera”, “Descripción de una lucha”, “Un artista del hambre”, “Blumfeld, un solterón”, “Una mujercita” y, nada más y nada menos, “Josefina la cantante, o el pueblo de los ratones”; en los trece cuadernos en octavo donde Kafka escribió su diario; en los ocho cuadernos en octavo que Kafka llenó de aforismos; en el original de la famosa “Carta al padre”; en las cartas de Kafka al propio Brod. La historia de esta maleta, desde que arriba con su porteador a Tel Aviv es, como no podía dejar de ser, kafkiana.

En 1940, la Fuera Aérea Italiana bombardeó varias áreas residenciales de Tel Aviv. Temeroso de que aquella preciosa maleta desapareciera en alguno de aquellos ataques y su contenido volará por los aires finalmente, Max Brod decidió guardarla en una caja fuerte a prueba de incendios en una biblioteca de Jerusalén, la Biblioteca Shocken, donde permaneció custodiada. Diez años después, sin embargo, cuando Brod intentó recuperar sus manuscritos de aquella caja de la que se suponía que sólo él tenía la clava o la llave, se encontró con una, cuándo no, kafkiana sorpresa. De la que, por supuesto, hablaremos en la próxima entrega.