(VIII) El encanto contemplativo y la apatía

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

La contemplación se impuso como la actividad que ofrecía una inteligencia lúcida que ninguna corriente filosófica supo rechazar. Con el pensamiento estoico, que desde el siglo III. a. C. fue conquistando adeptos, la vida contemplativa se hizo indispensable, pues permitía el manejo racional de las vicisitudes propias del vivir cotidiano.

Ante la variabilidad de criterios religiosos que cruzaban los territorios romanos, la vieja sabiduría mítica se enfrentó a calidad contemplativa de la racionalidad. Las variantes de lo temporal y lo circunstancial desde siempre habían sido focos de las disputas del pensamiento, pero bajo el cosmopolitismo imperial se hizo muy complejo dilucidar criterios para igualar las distintas creencias que prometían un sustento moral. El pensamiento estoico recogió de la tradición que la contemplación permitía al pensamiento abrirse a una visión unificada de la naturaleza y, también, de los humanos.

Los antiguos habían celebrado a la facultad racional como lo divino revelado mediante la atención al mundo; para los estoicos eso divino era la misma realidad mostrada en su constante transitar. La razón sería la propia voluntad natural de la que el alma humana, al iniciar su actividad pensante, daba cuenta.

Lo percibido se refleja en el alma en representaciones, en imágenes; esos datos sensibles reciben de inmediato la acción del pensamiento para formar ideas o juicios. Y esto es posible –argumentan los estoicos- porque los procesos del conocimiento ocurren en esa parte de la fuerza natural que en los humanos se revela como actividad anímica. Se trata de la fuerza ardiente y transformadora del fuego combinada con la actividad del aire, que llamaron “soplo vital” o pneuma.

Lo estoicos fundan su física, los cambios materiales, en este principio que mantiene en movimiento a la naturaleza y que se actualiza en el pensamiento. La naturaleza es, para ellos, lo corpóreo y lo racional del mundo que, en su constante actividad, embruja los sentidos y nos induce a pensar.

El valor ético de la contemplación, está en la inmediata reflexividad que le permite a cada cual vislumbrar la voluntad racional e infinita del cosmos, la fuerza vital que todo lo armoniza. El alma la recibe desplegada en las impresiones que despiertan afectos y pasiones, que tensan la interioridad individual. Reconocer la natural voluntad general sobre las inquietudes personales sería la labor de la sabiduría.

Los estoicos defendieron que el acercamiento estético a la existencia era un instinto propio de los animales, pero que en los humanos se presenta como el despertar de su condición racional. Desde el primer momento del contacto sensible, todo animal puede reconocerse diferenciado del resto de las cosas; el humano reconoce, además, que puede participar con ellas a voluntad y no sólo por instinto, lo que le ofrece lucidez racional. A este precepto que permite tener conciencia y no sucumbir ante el encanto de las sensaciones, lo llaman apatía (apatheia): instante contemplativo anterior a cualquier placer o displacer.