(V) El placer vital

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

El placer lo presenta Aristóteles como “una actividad de la disposición de acuerdo a su naturaleza” (1153a 13) que acompaña en muchas otras actividades, sean corporales, sociales, políticas o intelectuales. Cada placer tiene su finalidad en el mismo acto placentero. Hay, por supuesto, muchos tipos de placeres y entre ellos pueden acercarse o repelerse; pero por su naturaleza, todo placer reclama su propio cumplimiento. Y, en todo caso, el placer sería un hábito natural realizándose y no una mera ganancia obtenida al cumplirse algo.

Ningún placer, por sí mismo, sería malo, como acusaban algunos moralistas griegos; al contrario, lo placentero sería una cualidad propia del vivir, tan sencilla como el propio estar activo. El gozar sería el acto complacido de sí. Quizás haya hábitos viciosos o inmorales, pero lo esencial y valioso de la actividad placentera sería que se origina en la raíz de la naturaleza humana para acompañar, o no, a cualquier hábito que se realice.

Aristóteles habla de los placeres necesarios, que se activan por asuntos propiamente corporales: son los más intensos y los más apetecibles. Responden a la natural necesidad vital de alejarnos, con razón, de la insatisfacción corporal. Son placeres inmediatos que cataloga como “agradables por accidente”, en tanto sólo sanan temporalmente algún profundo dolor y no perfeccionan la actividad humana. No garantizan la felicidad y encienden las pasiones.

Hay también los que llama “agradables por naturaleza” (1154b 17-20), que son actividades que producen una satisfacción al depurar o afinar los mismos hábitos naturales. Aquí estarían las actividades políticas, cuando buscan perfeccionar la convivencia; las actividades técnicas o poéticas, que alivian la vida humana con un hacer artificial; y las actividades contemplativas, donde la humanidad se muestra en su actividad más propia.

Pero, “No hay nada que nos sea siempre agradable, porque nuestra naturaleza no es simple.” (1154b 21).

Si fuéramos simples, no habría polémica, pero la complejidad de nuestro ser nos activa de distintas maneras y las tendencias de nuestras variadas naturalezas entran pronto en conflicto, cada una reclamando su propio placer. Por ello, la vida se hace más agradable cuando logramos un equilibrio entre nuestras tendencias, sin doblegar a ninguna.

Recordemos que somos perecederos, que hay algo en nuestra propia naturaleza que transita en contra de la misma naturaleza activa de la vida. El equilibrio entre esas dos tendencias, ambas naturales e íntimas, hace que el acto vital no sea ni sólo doloroso ni sólo agradable, que se mantenga entre esas dos posibilidades.

“Si la naturaleza de alguien fuera simple, la misma actividad sería siempre la más agradable.” (1154b 25).