La Fortuna de Roma

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

Cuenta una leyenda que cuando Roma no era aún la ciudad República y menos el gran Imperio, cada noche la diosa Fortuna abandonaba sus templos, descendía al palacio real y, en secreto, compartía lecho con Servio Tulio, el sexto rey romano, quien vivió entre 578 y 534 a. C. Su amor le otorgaba el favor divino y aseguraba que las cosechas fueran abundantes, los ejércitos victoriosos y afianzaba la confianza del pueblo en la suerte de la ciudad.

Los relatos también destacan la visión que tuvo la reina Tanaquil, esposa del primer rey etrusco de Roma, Tarquinio Prisco. La reina era conocida por su habilidad para interpretar presagios; un día vio una llama sobre la cabeza de un niño esclavo dormido y le vaticinó un destino de grandeza. Adoptó al niño, Servio Tulio, y lo educó como heredero del trono. Tras el asesinato del rey, ocultó su muerte y permitió que su protegido asumiera el poder sin enfrentamientos inmediatos.

Al hacerse rey, Servio erigió templos a Fortuna en las colinas de Roma, donde era venerada como protectora del Estado y madre del destino romano. Fortuna dejó de ser una divinidad local y se convirtió en símbolo público de la grandeza de Roma.

Antes, la Fortuna itálica, con diferentes rituales, estaba vinculada a la fertilidad agrícola, al destino comunitario y a la abundancia regional. En la Italia arcaica existían dos grandes tradiciones religiosas. Las Fortunas originales representaban una confluencia entre la religión etrusca, centrada en el destino y los signos divinos, y la religiosidad latina, centrada más en la vida cotidiana y los ciclos humanos. La Roma de Servio Tulio tomó ambas visiones y las unificó en una diosa más universal.

El rey consolidó esta relación al vincularse con ella y ofrecerle templos que podían reforzar la cohesión social. Así, Fortuna, una divinidad múltiple y cambiante según los ritos, se hizo una presencia concreta en la vida urbana romana.

Esta afinidad mítica simbolizaba que Roma estaba, desde entonces, destinada a gobernar gracias al favor divino. La diosa Fortuna se transformó en madre del destino romano y legitimó la expansión imperial.

Para los romanos, Fortuna representaba la imprevisibilidad de la vida y la posibilidad de que el destino elevara a los individuos más allá de sus condiciones de origen. Servio Tulio encarnaba esta idea. El culto a esta diosa se convirtió en símbolo y recordatorio de que el poder podía ser otorgado por fuerzas superiores, y no sólo por una herencia noble.

Este mito permitió que la diosa se proyectara desde la ciudad itálica, y se fusionara con la Týkhe helénica, divinidad del azar, y con Isis, la gran protectora egipcia, convirtiéndose en una de las divinidades más universales de los siglos finales de la Antigüedad.