Isis y Serapis, divinidades alejandrinas

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

Homero, en sueños, le señaló a Alejandro Magno la ubicación de una isla en la desembocadura del Nilo. El joven faraón reconoció que se hallaba frente a un largo terreno entre el lago y el mar. Ahí decidió, en el 331 a. C., construir una ciudad griega. Al no contar con arena blanca para delinearla sobre el oscuro terreno, se usó harina, pero pronto una manada de aves de todo tipo devoró aquellos primeros trazos. Pese al desencanto de Alejandro, los sacerdotes interpretaron un presagio favorable para el porvenir del puerto. Así quedó fundada Alejandría.

Tras la muerte de Alejandro, bajo la dinastía ptolemaica, la ciudad se convirtió en la capital del imperio egipcio-helenístico. Desde su puerto se controlaban las rutas mediterráneas desde Hispania hasta Anatolia, consolidando el poder político, económico y cultural de los lágidas. Junto a la célebre Biblioteca, la ciudad se erigió también como un importante centro religioso, protegido oficialmente por las deidades Isis y Serapis.

Isis, la diosa de la maternidad, la magia y la protección, ligada tradicionalmente al poder faraónico, es ahora convocada como una divinidad capaz de ser acogida por otros pueblos. Su culto ofrece una relación personal con lo divino que se diferencia de lo simplemente cívico o estatal: da consuelo afectuoso a la vida cotidiana. Su imagen se levanta como protectora de navegantes, sanadora de cuerpos y madre espiritual.

Lo que distinguió a Isis de otras divinidades mediterráneas fue su numinosa capacidad de adaptación. Fue reinterpretada por griegos y romanos e integrada a sus templos; estaba dotada de atributos sapienciales que la hacían accesible a distintas culturas.

Serapis, por su parte, fue una divinidad soñada por Ptolomeo I quien, tras consultar con sus sacerdotes, decidió asumirla para unir a griegos y egipcios bajo un mismo culto. Se dice que la primera estatua llegó a Alejandría robada y transportada en secreto desde Sinope, en la costa del Mar Negro, donde era venerada como Plutón. Sin embargo, Plutarco señala que, ante la inminente muerte de Alejandro en Babilonia, sus seguidores acudieron a un templo de Serapis, matizando la idea sostenida por algunos de que el culto a este dios ya existía antes del mencionado sueño.

Lo cierto es que la dinastía ptolemaica asumió a Serapis como una confluencia entre Osiris, el señor del silencio, y el toro sagrado Apis, aunque le dieron rasgos helénicos. Se convirtió así en el dios de la fertilidad, la abundancia y la conexión con el inframundo. Era representado con una cesta para el grano en la cabeza (modius), símbolo de prosperidad. Aunque su expansión fue notable, su páredra, Isis, fue quien capturó el corazón espiritual del mediterráneo de entonces.

Isis y Serapis fueron dioses sanadores, protectores de los navegantes del Mediterráneo, que promovieron una visión de religiosidad abierta. Sin acabar con el politeísmo tradicional de los territorios adonde llegaban, ofrecían una experiencia más íntima y trascendente. Isis, como ancestral divinidad cósmica, abría una espiritualidad capaz de sobreponerse a las imposiciones del factum, del implacable destino.