Los Daimones
Por Humberto Ortiz.
La tradición griega -las creencias del pueblo potenciadas por la reflexión- hizo siempre referencias a potencias que involucraban lo humano en los asuntos divinos. En Homero, los daimones se asemejan a los dioses y se identifican con el hado. Escritores posteriores forjarán una noción de estos seres populares, que detallará sutilmente las variantes mitológicas de la cultura helénica.
Hesíodo alude a los humanos de oro, vivientes durante el reinado de Crono, que Zeus transformó en daimones terrenales; ellos condicionan los caracteres personales y sirven de mediadores para el trato con los olímpicos. La cultura popular comienza a considerarlos almas de muertos, de procedencia desconocida, pero ligados a la familia, al hogar o a cualquier núcleo de personas: por eso habría que honrarlos.
Tales de Mileto llegó a decir que “todo estaba lleno de daimones”, cuando comenzaban los estudios sobre la naturaleza. Tanto el daimón como el alma eran nociones muy utilizadas en la física original, pues se asumían como principios dinámicos naturales, en constante crecimiento y regeneración.
Los pitagóricos defendían que los daimones pertenecían al cuerpo humano, pero podían salir de él, provocando sueños y enfermedades. Tenían una estrecha relación con la mántica y la magia. Para ellos, eran entidades anímicas sobrenaturales e independientes, sin forma física determinada, que se vinculaban a la humanidad en los actos de purificación y ascesis del alma personal.
Empédocles los reconoce como las almas de los muertos que se mantenían cautivos en los cuerpos mortales. Ellos actuaban como fuerzas divinas propias de la naturaleza humana que se manifestaban también en el resto de las cosas, como Filia (Amor) y Néikos (Discordia), que son para él los dos daimones que procuraban el ordenamiento del mundo.
Así empiezan a considerarse los responsables de equilibrar el orden cósmico por mandato divino, ya que hacen posibles las relaciones entre las distintas materias mundanas y sus tratos con las divinidades. El universo comienza a entenderse como una armonía en desarrollo formada por las diversas fluctuaciones de los seres que componen el cosmos, un orden que constantemente se busca a sí mismo para sostenerse.
Platón insiste en el carácter daimónico de Eros, que impulsa la pasión humana hacia la verdad y le permite abrirse afectivamente a algo más allá para cargar su mundana actividad de trascendencia, Al manifestarse como anhelo, Eros se muestra como una fuerza divina dentro de la propia humanidad. Para el pensamiento platónico los daimones son entes conectados con el aire y son eminentemente buenos, aunque sufren pasiones que pueden convertirlos en peligrosos.
Los estoicos decían que los daimones permiten percibir las variantes mundanas de la actividad providencial que todo lo rige. Jerarquizan la posición de los distintos daimones en el espacio sublunar, de acuerdo a su particular virtud, pero dejan de considerarlos inmortales. Serían más bien potencias útiles y rápidas, usadas en los rituales mágicos para conseguir deseos o evitar males.
Un daimón muy reconocido del legado helénico, que tendrá gran repercusión cultural, es el que asistía a Sócrates en los momentos cruciales de sus reflexiones.