La cara de la luna: el mito de Sila
Por Humberto Ortiz.
En la última parte de Sobre la cara visible de la luna de Plutarco, el personaje Sila interrumpe los comentarios sobre los posibles seres oriundos de la luna, para contar el relato prometido. Nos enteramos que procede de Cartago y que repetirá lo narrado por un viajante que decía haber servido a Crono por treinta años, en la apartada isla donde había sido recluido por mandato de Zeus. Este extranjero había llegado a la ciudad para recuperar unos pergaminos mistéricos extraviados. Su palabra incitaba a valorar la sacralidad de la luna como señora de la vida y de la muerte.
La historia contada por aquel hombre, repetida por Sila y escrita por Plutarco tiene muchos matices que aquí debemos simplificar en extremo. Según el relato, tras la brusca separación de los cuerpos, ocurrida en el solar de la señora de los asuntos terrestres, Deméter, todas las almas se abocan a errar durante un tiempo en “las praderas del Hades”, entre la tierra y la luna, cada una según haya sido su comportamiento vital. Esto con el propósito de purgarse de las exhalaciones de los cuerpos “como si de un hedor nauseabundo se tratase”.
Así, algunas almas son escogidas para alcanzar la luna como si volvieran al hogar; otras son expelidas como “olas en reflujo”. Las aceptadas son las que en vida pudieron “ordenar diestramente” su parte irracional y emocional. Llegan como rayos de luz, cuya ligereza ha de templarse en el éter lunar para corroborar lo que en ellas queda de inestable y disperso. Las que no superan esta prueba, son arrojadas de vuelta al abismo. Las nobles quedan ahí en vida apacible, “no digamos beata o divina”, hasta la segunda muerte, cuando se separa el intelecto de las almas.
Esta leyenda asume que la luna está al extremo límite de la tierra, allí donde llega su sombra. Sus asuntos son manejados por Perséfone, la diosa que transita entre la luz y la oscuridad. Ella, con delicadeza e invirtiendo mucho tiempo, se ocupa de distinguir la inteligencia de cada alma. Y así como los cuerpos quedaron en la materialidad de la tierra, tras esta segunda muerte, el intelecto vuelve al sol. La inteligencia de las almas más puras alcanza directamente la unidad luminosa. Las de las otras quedan, como daimones (o démones), en la luna para terminar de dilucidar sus destinos.
Hay en la luna, como en la tierra, ensenadas y concavidades. La mayor de ellas es la “ensenada de Hécate”, donde los daimones (o démones) pagan sus deudas y son compensados por sus aciertos. Junto a ella hay dos puertas: una se abre en dirección a los campos Elíseos, la otra de vuelta a la tierra, adonde son precipitados de nuevo, revestidos de otros cuerpos.
El alma que queda en la luna preserva pálidos vestigios y sueños de vida; su soledad se consume entre la pesadez térrea y la liviandad luminosa de la superficie lunar. Cada alma, como la luna misma, es un ente mixto e intermedio, “creada por la divinidad como conjunción de los objetos de arriba y los de abajo”.
¿Serán las manchas lunares huellas de las almas que por allí han pasado, las que allí se han quedado? Dejo al criterio de ustedes, lectores y oyentes, el uso que hagan de este mito.