Cementerio Los Hijos de Dios

 


 

 

Por Álvaro Mata

Es innegable la fascinación que desde siempre han ejercido los cementerios en quienes aún estamos del lado de la vida. Quizá porque constituyen una zona donde la reflexión sobre la existencia se hace inevitable, pues todos, en algún momento, iremos a dar a estos lugares con nuestros blancos huesos.

Muestra de esa fascinación entre nosotros es el Cementerio Los Hijos de Dios de la vieja Caracas, de cuya existencia tenemos hoy vívido testimonio a través de las pinturas que nos legaron quienes aprovecharon el camposanto como telón de fondo en sus incursiones de caballete al aire libre.

Ubicado al norte de la ciudad, en los terrenos de la Sabana del Blanco, cerca de La Pastora, el Cementerio Los Hijos de Dios fue inaugurado a mediados del siglo XIX, y en su momento fue el más importante de la ciudad. Pero unos 30 años después fue abandonado y relevado en sus funciones por el recién creado Cementerio General del Sur, monumental necrópolis que se ajustaba a las necesidades de una creciente ciudad.

El cementerio estaba rodeado por un austero muro blanco. Al cruzar la herrumbrosa reja del umbral, se encontraban los columbarios que contenían las osamentas, algunas de ellas al descubierto. Hermosos cipreses arbolaban el ruinoso lugar, y no poco de poesía podía respirarse allí. Era un sitio de indudable belleza. Recordemos a Rilke: “La belleza es el comienzo de lo terrible”.

El Cementerio Los Hijos de Dios fue frecuentemente visitado e inmortalizado por pintores como el ruso Nicolás Ferdinandov, Manuel Cabré, Pedro Ángel González, Rafael Ramón González y Armando Lira, por sólo mencionar algunos, además de ser admirablemente fotografiado por Alfredo Boulton.

En las imágenes que se conservan se puede apreciar el discreto encanto de las ruinas y de lo fúnebre que atrajo a nuestros jóvenes artistas. Y es que, en palabras del propio Boulton: “Era un sitio extraordinariamente bello. Cipreses centenarios, ceibas, caobos, tibias, fémures y calaveras (...) En 1951 fue arrasado y los bellos árboles desaparecieron. Nunca nadie se ocupó de preservar la belleza de esas ruinas y nadie puede imaginarse que un cementerio fuese un lugar tan bello. Entonces no teníamos de la muerte esa sensación tan apocalíptica”.

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