La vejez según Adriano González León

 


 

 

Por Álvaro Mata

“Me siento viejo. Decaído. Ayer tuve la certidumbre y hoy me pongo a contarlo. Saberse viejo no es fácil. Sobre todo, porque nunca quiere saberse”. Así comienza Viejo, la segunda y última novela de Adriano González León, publicada hace treinta años, en 1994, cuya columna vertebral es la reflexión sobre la escritura y la vida que es posible evocar (recuperar) a partir de ella.

En este libro, un narrador-personaje sin nombre da cuenta de cómo ve llegar la vejez mientras la enfermedad lo invade, marchitando su cuerpo. La forma que escoge para legarnos su testimonio es una suerte de diario en el que la escritura se convierte en espejo que muestra el hueco en el que se está. Escribir “para saber que uno está mal (…) yo pongo aquí las palabras para hacerme el loco y no entender, no querer entender que la miseria y la tristeza se están metiendo por las puertas”. Y si, a ratos, se acusa la imposibilidad del lenguaje para decir(se), sin él el abismo se torna insondable, pues “al escribir”, dice el narrador, “voy como abriendo agujeros, construyendo espejos y me paso para el otro lado”: al recuerdo, porque “la reconstrucción de un pasado garantiza en algo el haber vivido, lo cual ayuda a saber que no todo acabó”.

Hacia el final de la novela, y ante la rotunda realidad de la vejez, el narrador confiesa su hallazgo: “Vinimos para deslumbrarnos, no para llenarnos de temor. Dejemos que la arena cubra el polvo, que la tierra invada alturas, que las palmeras ganen la batalla a ese sol que enardece los párpados. Alza la copa y digamos adiós”.

Aunque este libro se presenta como una ficción, no es difícil imaginar al viejo Adriano en su apartamento caraqueño, sentado a la mesa, (d)escribiendo la llegada de la vejez y preguntándose por el sentido de la escritura ante tan inquietante visita. Y si bien el propio autor negó que Viejo fuera una obra autobiográfica, reconoció a la par que una novela, un relato o un poema tienen que ser el resultado de las propias vivencias.

He aquí el eterno juego literario en el que ficción y realidad se espejean y confunden, dándonos la ilusión cierta de la fugaz trascendencia.

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