El bosque encantado del amor, último reducto de libertad

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Toda una moral, toda una utopía del hombre finalmente liberado atraviesa, como un hilo que pespunteara todas sus texturas, El campesino de París. Cuando el paseante vagabundo se topa con los baños públicos, ¡qué maravilloso derrame de reflexiones a propósito del hombre sometido que ha perdido el dominio de sus propios placeres!: “BAÑOS, dice solamente la fachada, y esta palabra oculta una gama indefinida de verdaderos letreros, todos los placeres y todas las maldiciones del cuerpo, pero ¿quién sabe?, quizás, a su abrigo, sólo se encuentra el agua prometida, clara y cantarina. Existe una gran incitación a lo desconocido, y hacia el peligro, aún mayor”, escribe Aragon, poniendo de relieve todo lo que pierde el hombre en esa modernidad que no hace más que menoscabarlo en sus inmensas plenitudes físicas y metafísicas, mostrándole la promesa del peligro, la tentación del desafío de lo desconocido que lo reta para que ponga a prueba su propia fuerza, su propio coraje, su propio capacidad de asumir los riesgos de la vida con todas sus vertiginosas asechanzas de dolor y de euforia reunidos: “La sociedad moderna tiene en poca consideración los instintos del individuo: cree suprimir lo uno y lo otro y, sin duda alguna, lo desconocido ya no existe bajo nuestros climas más que para aquellos cuyo corazón está fácilmente ebrio; en cuanto al peligro, vean cómo cada día todo se vuelve más inofensivo”.

Pero queda el amor, dice Aragon: lo desconocido (valga decir, la aventura) sólo sigue siendo una posibilidad, en el confortable y regulado mundo moderno, para aquellos que tienen el corazón propenso a la ebriedad, para aquellos que están dispuestos y predispuestos a dejarse tentar por las solicitaciones de la pasión: “No obstante, hay en el amor, en todo amor que sea aquel ímpetu físico, o aquel espectro, o aquel genio diamantino que me murmura un nombre igual al frescor; hay, no obstante, en el amor, un principio fuera de la ley, un sentido irreprimible de delito, el desprecio de las prohibiciones y el gusto por el saqueo. Pueden asignarle siempre a esta pasión de cien cabezas sus moradas u otorgarle palacios: querrá escaparse fuera, siempre fuera, allí donde nada le haga esperar, donde su esplendor es un desencadenamiento”.

El amor ligado a la experiencia radical de la libertad: el amor tentado por el desafío de todas las prohibiciones, cercano a la ilegalidad y al crimen, como potencia anárquica, como violencia ilimitada contra todo orden, sinónimo de opresión y de aburrimiento.

“Ese gusto divino, escribe Aragon, que identifico plenamente en todo vértigo, me advertía una vez más que estaba entrando en ese universo concreto, cerrado para quienes pasan de largo. El espíritu metafísico renacía, para mí, del amor. El amor era su fuente, y ya no quiero abandonar este bosque encantado”.