Otra vez el profesor Pnin. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (3). Pnin (1957)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Que un personaje sea el desafortunado portador de una prótesis es un recurso de la comedia, entre otras cosas, porque el efecto cómico se basa, en buena medida, en la existencia de cierta disparidad entre un instrumento y su uso errático o entre una función y su equivocado desempeño. Si encontramos un gancho en lugar de una mano en la extremidad de un personaje manco, es probable que tendamos a reírnos a causa de la inadecuación existente entre ese sustituto y las complejas funciones de la mano al intentar tomar un lápiz, frotarse los párpados, taparse la boca al bostezar. Este efecto se magnifica si ese patético gancho se usa para intentar tocar piano o para rasgar las cuerdas de una guitarra o de un arpa. En este último caso, que el gancho opere de manera bastante eficiente para pulsar las cuerdas del instrumento, incluso mejor que la mano, provoca igualmente la risa por el efecto de sorpresa producido por lo inesperado de esa adecuación. Así nos lo muestran de manera harto generosa los más desproporcionados gags de la comedia circense o del guiñol infantil, que también vemos reproducirse en las películas de Buster Keaton o de Charlie Chaplin. Proteicos juegos con prótesis forman parte, pues, de la parafernalia hilarante de la comedia más primitiva, aquella que no se inmuta con echar mano, incluso, de lo cruel o de lo vil.

Comedia sutil, por otra parte, Pnin, como novela satírica, no escapa a esta constante. Y la prótesis que funciona como catalizador de situaciones cómicas en ella es nada menos que la dentadura postiza del pintoresco profesor de ruso Timofey Pnin, contratado, nadie sabe muy bien por qué, para dar clases en un college perdido en algún punto de la Costa Este americana llamado Waindell, su “refugio académico”, como dice el narrador. No es descabellado -lo sabemos, por lo que dice Girard- pensar que Nabokov se parodia un poco a sí mismo cuando organiza estas sátiras académicas donde el protagonista tiene tanto que ver con él: él también dictó clases de literatura rusa al emigrar a los Estados Unidos y lo hizo en una institución para señoritas muy parecida a Waindell, sólo que él tenía muchas alumnas, mientras que Pnin tenía apenas tres. Y, por supuesto, Nabokov no usaba dientes postizos, ¿o sí? Pero tanto si los usaba como si no una buena razón para haber elegido las peripecias de Pnin con su dentadura postiza como catalizador de la risa, es, simplemente, que a él, a Nabokov, podría ocurrirle algo igual. Y si nosotros nos reímos es por lo mismo: ¿a cuántos de nosotros nos espera tener que recurrir a una prótesis semejante, síntoma temible de lo senil, y nos reímos para exorcizar, con un estallido anímico ahuyentador -como el brujo que sopla unas brasas para disuadir a un demonio-, eso que nos podría -aunque no queramos- a nosotros mismos ocurrir; es decir: tener, en la mesilla de noche, un vaso con agua en el que nadan unos dientes perfectos, que nos sonríen allí, con su irónica morisqueta, al despertarnos?