Los pasajes parisinos y la prehistoria de la modernidad. Walter Benjamin lee a Aragon.

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

La “luz moderna de lo insólito” de la que nos habla Aragon, encarnada en esas esfinges que proponen enigmas al paseante soñador que recorre ciertas ciudades, reina en las “galerías cubiertas que abundan en París, alrededor de los grandes bulevares y a las que se llama, significativamente, pasajes, como si en estos corredores robados a la luz no estuviera permitido a nadie pararse más de un instante”. Y es precisamente uno de estos pasajes, atravesados por la luz moderna de lo insólito, el Pasaje de la Ópera, el que provoca en Aragon la escritura de su libro. El campesino de París es, en efecto, la aventura de un paseante soñador atravesando ese escenario centenario que está a punto de desaparecer.

Aragon habla de los pasajes parisinos como de “acuarios humanos ya muertos en su vida primitiva”. La vida primitiva de un pasaje no puede ser otra que aquella que disfrutó en los momentos de esplendor anteriores a las demoliciones de Haussmann. Y en 1924, cuando Aragon describe el Pasaje de la Ópera, amenazado de muerte por la picota del famoso Prefecto, esta vida primitiva está ya muerta, en efecto; es sólo un recuerdo, y sobrevive en sus ruinas. Por eso se entiende la fascinación de Walter Benjamin por El campesino de París: en el vagabundeo que ese paysan hace por el interior de este acuario de luz glauca se va levantando un catastro y un catálogo de la vida primitiva de la modernidad, vida primitiva que el filósofo llamó, si no me equivoco, prehistoria, pues, para él, se trataba precisamente de eso, de construir una arqueología alegórica de la modernidad tal como ésta se manifestaba en los residuos de su primer esplendor. Por eso no puede sino coincidir con Aragon cuando dice que esos acuarios humanos, los pasajes, merecen que se los contemple como “encubridores de numerosos mitos modernos”. Por efecto de la amenaza de su destrucción se han cargado con una extraña fuerza sagrada. Son los nuevos “santuarios de un culto de lo efímero”, convertidos en el “paisaje fantasmagórico de los placeres y las profesiones malditas, incomprensibles ayer y que el porvenir no llegará a conocer”.

En tanto que antiguas galerías comerciales que, en su momento, cuando comenzaron a surgir en París, hacia 1820, contenían todo el esplendor de las mercaderías y de las novedades del consumo que, algunas décadas después, iban a exhibirse anualmente en las grandes Exposiciones Universales, los pasajes, encofrados como una red de venas de cristal opaco regadas por algunos sectores de una París que es ya vieja apenas cien años después, ofrecen al paseante de 1924 un muestrario de fósiles del comercio moderno: antiguos objetos novedosos hoy pasados de moda, costumbres, hábitos, habitantes y escenarios de una historia ya decrépita. Es aquí, precisamente, donde, de forma providencial y, en cierto sentido, mágica –es decir, inexplicable racionalmente-, encuentra el pintor de la vida moderna que intentó ser Benjsmin una mina de datos para escribir, como alegórico y como alquimista, la prehistoria de la modernidad, considerando a París como la “capital del siglo XIX”, su axis mundi.