Forma y estructura en los libros de María Fernanda Palacios. Uno: los epígrafes

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

En los libros de ensayos de María Fernanda Palacios, siempre exigentes y seductores, resalta un rasgo textual que se reitera: se trata del uso generoso y nunca superfluo del epígrafe como estrategia compositiva. Acumulados en los bordes superiores del texto, los epígrafes constituyen una trama profundamente significativa a pesar de que aparecen allí como flotando. Pero no son nubes ni nebulosas. Al contrario, se trata de profundos engarces en el paisaje complejo de la cultura donde se inscribe la escritura de la exquisita, amorosa lectora que María Fernanda es.

El conjunto de los epígrafes constituye, pues, una nervadura arquitectónica fundamental que sostiene el entramado de la bóveda de cada ensayo, y, a la vez, contribuye, como soporte al mismo tiempo delicado y contundente, a la estabilidad general de toda la nave ramificada del libro, que, de este modo, no es reunión miscelánea de escenarios, sino congregación acompasada, orgánica, de las partes que componen su cuerpo de ideas e insinuaciones imaginarias, al mismo tiempo éticas, estéticas y políticas.

Donde mejor me parece que puede apreciarse el juego de vinculaciones que determina el funcionamiento estructural de los epígrafes en los libros de María Fernanda Palacios es, sin duda, en Ifigenia. Mitología de la doncella criolla, uno de los estudios más lúcidos y ambiciosos de nuestra crítica literaria contemporánea. La trama periférica que bordea, en rítmicos intervalos, el cuerpo de este vasto y complejo ensayo constituye un auténtico mecanismo vertebral de sostén y de engranaje. El epígrafe es, digamos, el gancho que afirma el texto en un texto más amplio, remache que liga el discurso de la autora con todos los discursos secretos o evidentes de los que se nutre, con los que dialoga. Vemos así desfilar, en esas pestañas volanderas tejidas con cursivas, una rica gama de premoniciones, pues el epígrafe es, sin duda, un aperitivo del texto que a la vez anuncia y anticipa, pero sin precipitarlo, su rico contenido. La abundante concurrencia de fragmentos de Lezama Lima que vemos aparecer a lo largo del texto, prendidos en lo alto, es un buen ejemplo de ello: su despliegue pone en evidencia no sólo una deuda intelectual con el pletórico poeta cubano, sino una empatía gozosa, un intercambio vívido de coincidencias y complicidades. Elogio y homenaje, el epígrafe es también prueba refleja de una semejanza anímica e intelectual. Leyéndolos, puede seguirse y perseguirse, en su diversidad, la cadena de voces en las que la autora se reconoce y con las cuales se identifica, de Proust a Vallejo, de Pavese a Camus, de Cadenas a Montejo, de Picón Salas a Rosenblat, entre muchas otras.