Darío ante Rodin

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Como tantos otros poetas latinoamericanos de finales del siglo XIX, Rubén Darío, el gran artífice de la palabra que levantó de su postración a la poesía escrita en nuestro idioma y transformó por completo la tradición de nuestra lírica como no había ocurrido desde los tiempos de Góngora y Quevedo, tuvo que ganarse el pan con algo más que pura poesía.

Poeta puro donde los haya, como Martí, como Nervo, Darío encontró en la escritura periodística una fuente más o menos estable de sustento. Desde muy joven se convirtió, pues, en cronista de los grandes periódicos del continente, a los cuales sirvió como corresponsal en sus viajes por Europa.

En 1900, Darío se encontraba en París en el momento en que se inaugura la gran Exposición Universal que abre la escena del nuevo milenio. Visitando sus abigarradas salas, donde el arte y la industria se enfrentaban, Darío entra en una sala dedicada a la exhibición de las más recientes expresiones del arte escultórico y se topa de frente con la imponente mole del Balzac esculpido por el gran Augusto Rodin. Estupefacto ante aquella piedra a medio tallar, el amante de la belleza clásica, artífice de hermosas joyas verbales de refinadas resonancias grecolatinas, no sabía cómo juzgar lo que veía.

Admirador de Rodin, ante aquel Balzac, que percibió como algo elefantiásico, monstruoso, Darío escribe, en la crónica que envía a La Nación de Buenos Aires, acerca de sus dudas y su desconcierto. Pero, respetuoso del gran maestro, no se atreve a cuestionarlo abiertamente, a pesar de que no puede dejar de constatar lo que percibe: “Miro de frente, y un profundo respeto por el genial artista no contiene la vaga sonrisa que se escurre a la violenta imposición de un aspecto de foca. […] Miro de lado y el dolmen elefantino se obstina en no querer revelarme su secreto”.

Incapaz de contradecir al venerable escultor, Darío se culpa a sí mismo por su incapacidad para comprender el oscuro mensaje de Rodin y transige diciendo: será que el maestro “nos habrá querido dar la esfinge moderna o la fórmula de un arte futuro”. En la entrada del siglo XX, Darío presiente, ante Rodin, las convulsiones que aguardan al arte del porvenir y asiente. Prepara, así, el encuentro con una nueva belleza -traumática, violenta-, tan lejana de sus exquisitos ideales de orfebre parnasiano.