ANDRÉ BRETON: EL CARTESIANO Y SU MÉDIUM. (LA SERIE DE NADJA) 4

 


 

Por Rafael Castillo Zapata.

Como decíamos en la entrega anterior, Nadja es, en buena medida, un recuento de aquel conjunto de hechos aparentemente fortuitos que introducen a Breton en lo que él describe como un “mundo como prohibido”; el mundo, dice, de “las repentinas proximidades, el de las petrificantes coincidencias, el de los reflejos por encima de cualquier otro impulso de lo mental, el de los acordes simultáneos como de piano, el de los relámpagos que permitirían ver, pero ver de verdad […]”.

Pues bien, para Breton, estos hechos son tan trascendentes que cree necesario jerarquizarlos, como él dice, “desde el más simple al más complejo”, y para comenzar a hacerlo de una vez empieza allí mismo una descripción sucinta de su naturaleza. Se trata de hechos que van, entonces, desde “esa reacción especial, indefinible, que provoca en nosotros la visión de muy escasos objetos o nuestra llegada a tal o cual lugar, acompañadas por esa sensación muy evidente de que para nosotros algo muy grave y esencial depende de ello, hasta la completa ausencia de paz con nosotros mismos que nos provocan ciertas concatenaciones, determinadas concurrencias de circunstancias que desbordan ampliamente nuestro entendimiento y no permiten que regresemos a una actividad racional más que si, en las mayoría de los casos, recurrimos al instinto de conservación”, llegando a distinguir, incluso, para señalarlos, dos denominaciones sugestivas: “hechos-deslices” y “hechos-precipicio”, hechos que nos hacen deslizarnos hacia esa zona misteriosa poblada de “repentinas proximidades” y de “petrificantes coincidencias”; hechos que, simplemente, nos precipitan, de golpe, en ella. Breton señala, de paso, que, entre unos y otros, cabría hacer el repertorio de “buen número de pasos intermedios” y conecta directamente su ocurrencia con la contraposición que puede establecerse entre la escritura llamada automática y la escritura corriente –es decir, la escritura vigilada y controlada por la reflexión-, que responden, la primera, en efecto, a hechos de los cuales el sujeto no puede ser sino un “azorado testigo” y, la segunda, a aquellos de los cuales el sujeto puede presumir que es capaz de discernirlos suponiendo sus pormenores. Al hacer esta relación, Breton nos permite remontar su propio discurso para señalar -ahora, antes de que sea ya demasiado tarde- el vínculo que en su texto tiene la reflexión acerca de su propia singularidad subjetiva con el estilo: si de lo que se trata es de “contar los episodios más determinantes” de una vida, hay que contarlos, dice Breton, con la mayor de las honestidades, con la mayor de las transparencias posibles. Y eso es lo que hace, precisamente, de manera decisiva y definitiva, en Nadja.