(I) Contemplar, oír el vacío

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

A simple vista la naturaleza, su talante, parece decirnos algo que, ante el bullicio de nuestros hábitos, no logramos precisar. Sus apariencias dan placeres o disgustos; con ellas hemos tratado y hecho nuestras elecciones; desde sus maneras se han construido nuevas cosas y, muchas veces, las hemos ignorado o sustituido por nuestros artificios. Las formas se ofrecen a nuestro uso: las sentimos, las guardamos en imágenes voluntarias o involuntarias, las interrogamos, las dudamos, las olvidamos; por ellas, especulamos, soñamos y hasta intentamos aclarar nuestro transitar vital, nuestras intuiciones de verdad.

Cuando nos permitimos contemplar, sólo percibir, lo primero que sorprende es el silencio que nos rodea. Incluso el canto del pájaro o la estridulación de los insectos o el rumor del mar o el crepitar del fuego o el silbido del viento, al ser solo contemplados apenas anuncian la sonoridad del mundo, sin otra intención que estar ahí. La sola presencia visual o sonora de las cosas, permite una particular atención que goza con la admiración y roza con lo incomprensible.

Creo que ese silencio que permite el acto contemplativo sustenta, desde el origen, todos los humanos quehaceres con los que hemos levantado nuestra realidad. Y es que un acto contemplativo puro, sin pretensiones allende de las cosas, rememora nuestra inocencia ante el vivir y quizá por eso lo evitemos, para no oír el vacío de sentido que nos amenaza. Contemplar, simplemente ver y oír para dejarnos sorprender, raya con el asombro original al colocarnos al borde de lo imposible, junto al infinito silencio de esas presencias, ansiosas de que asentemos desde ellas algún motivo que permita el transitar humano, el nuestro.

El origen latino de la palabra contemplación alude a una visión atenta que involucra la intimidad. El término tiene una tradición que se remonta a los griegos, donde contemplar era la sabia actividad que podía percibir los principios de los seres. Durante la cristiandad la palabra asume un sentido que la acerca a la visión del Dios único, a la vida mística. El pragmatismo de la modernidad dejó de lado el valor de la vida contemplativa, resguardándola sólo para los intelectuales o teóricos que poco ofrecen a los constantes cambios mundanos.

La simple actividad contemplativa sería volver a la admiración de lo incomprensible, a lo que aún no hemos medido, a lo que por ajeno y al mismo tiempo íntimo de la existencia, llamamos lo sagrado: ese sentimiento enigmático de estar vivo, aquí y ahora, ante el mundo, de una particular manera.