Antígona: afecto y soledad

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

Nuestra cultura tiene en Antígona uno de sus emblemas más vitales. Se trata del personaje principal de una tragedia escrita por Sófocles (495 a. C- 406 a. C) y representada por primera vez en el año 441 a. C. En ella los afectos, sin negarse y sin coartarse, son propensos a acoger las diferencias y los desencuentros.

Entregada ciegamente a los actos que su afectividad le exigía -dar sepultura al hermano muerto que se había rebelado contra la ciudad de Tebas, defendida por otro hermano también muerto en el enfrentamiento- Antígona es castigada por decisión del gobernante a ser enterrada viva. Sus actos resaltan la fuerza de un delirio emotivo, alimentado por la extraña esperanza de equilibrar amorosamente las destructivas tensiones familiares y políticas de la ciudad gobernada por su estirpe.

Antígona –que fue guía de la ceguera de su padre-hermano el rey Edipo, doliente por la muerte de los hermanos y por la deshonra cometida al cuerpo de uno de ellos, rebelde ante las leyes del nuevo tirano, padre de su prometido- fue inspirada por la emotividad y no por una decisión voluntaria. Ella no se detuvo en la pregunta, ni quiso dilucidar racionalmente las circunstancias. Sus actos aceptaron el misterio terrible que regía el destino familiar y el de su ciudad, y no quiso juzgar las relaciones filiales sino que, entregada a ellas, intentó cumplir con los mandatos de sus afectos.

Sin duda, el inmediato suicidio de Antígona una vez encerrada viva en su tumba, deja sin posibilidad de rectificación al tirano y tío suyo, Creonte, quien se ve forzado a padecer su error hasta las últimas consecuencias; de ahí que la segunda parte de la tragedia gire en torno al arrepentimiento de este otro personaje.

Al enfrentarse a su singular destino, las últimas palabras de la princesa tebana no van contra la autoridad política, ni contra los infinitos dolores familiares. “¡No habrá morada para mí ni en este mundo ni en el otro! Ya no soy ni de los vivos ni de los muertos. (…) ¿Para qué, ¡desventurada de mí!, voy ya a alzar mis ojos a los dioses, ni qué aliados voy a invocar, si, por ejercitar la piedad, cargo por premio la impiedad?”.

A pesar de su amor, Antígona se quedó sin familia, sin amigos y sin dioses.