I Contemplación y unidad de pensamiento

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

A finales de la antigüedad el pensamiento estoico y su manera de leer las imágenes ocasionó que las escuelas filosóficas aceptaran un fundante sentido trascendental que, desde el origen de las reflexiones metafísicas, se venía urdiendo.

Platón había valorado lo verosímil como un acercamiento a lo ideal entendido como principio sustancial de todo. Aristóteles ligó esa idealidad a una reflexión lógica, semejante a una visión divina. La placentera contemplación fue asumida como fuente de las posibles verdades. La reflexión abierta por la visión suponía un sentido de la existencia desde las Intensiones anímicas despertadas por la realidad. Se trataba de transformar la contemplación sensible en conocimiento y hacer de la meditación imaginaria una noción verosímil que pudiera aceptarse como sabiduría.

Las lecturas alegóricas de las imágenes durante el helenismo gustaban sostener la visión mítica sin negar el principio de una activa racionalidad cósmica, naturalmente cambiante. Una lúcida verosimilitud se valoraba según las posibilidades de los dioses para intervenir o no en los asuntos humanos. El lenguaje intelectual aludía ya a una voluntad divina original, aunque la vida seguía levantada sobre el pluralismo materialista de la realidad.

A lo largo del mediterráneo la intimidad religiosa se tambaleaba entre múltiples y variadas posibilidades. Algunos cultos mistéricos ancestrales fueron retomados para acentuar el carácter simbólico de los rituales ligados a la tierra; también muchos gentiles habitantes del imperio consultaban doctrinas que preservaban visiones alejadas de la herencia griega: proliferaba el sincretismo. Esa ambigüedad religiosa hizo de la época latina una cultura ampliamente cosmopolita, que apremiaba una consolidación.

El dominio político de los primeros emperadores romanos se sostenía en cierta tolerancia a las religiones propias de las regiones ocupadas, a las que se les permitía seguir sus costumbres siempre y cuando se plegaran a la soberanía divina de Roma. La vinculación personal a algo propio, terrenal y seguro, se desdibujada. Los asuntos vitales parecían responder más a las contingencias temporales y políticas, conducidas por un poder lejano, a veces hasta ajeno, que a los asuntos locales o particulares. Las especulaciones religiosas daban los primeros pasos hacia una visión que ofreciera alguna cohesión a las irracionales eventualidades de la nueva vida ciudadana.

La reflexión sobre una unidad esencial se hizo, bajo la influencia de la poderosa cultura helénica, tema de diferentes y variados matices sobre lo sagrado. Aprender a ver esa unidad desde la simple contemplación garantizaría un saber realmente placentero. La noción de una humanidad por todos compartida buscaba fundamentarse.


La unidad de la razón natural