Armando Rojas Guardia y Rafael López Pedraza

 


 

 

Por Álvaro Mata

Los ensayos de Armando Rojas Guardia no rehúyen las referencias a las experiencias psicóticas padecidas por su autor; al contrario, son uno de los componentes principales de sus textos en prosa. Por ejemplo, en El dios de la intemperie Rojas Guardia se torna crítico frente a la psiquiatría y devela otra faz del padecimiento: “En contra de cierta banalidad psiquiátrica convencional, estoy igualmente convencido de que mucho de lo que ésta llama «enfermedad» es una forma de lucidez”, dice. El calidoscopio de Hermes gira y muestra siluetas que hablan de la curación a través de la “paz inapelable” lograda a través de la “auténtica plegaria” cristiana, gracias a la cual “no me he vuelto loco y me mantengo vivo”. Y Crónica de la memoria es un minucioso análisis autorreferencial, que muestra al paciente psiquiátrico como un ser sensible hasta el extremo, un “alma en carne viva”, enfrentado al desalmado tratamiento procurado por la institución psiquiátrica —aguja hipodérmica, pastillas, camisa de fuerza, descargas eléctricas—. En medio de este desamparo, Rojas Guardia refiere el tratamiento dispensado por un psicólogo poco común, especie de salvavidas que mantuvo a flote las psiques más descollantes de nuestro país: Rafael López Pedraza.

En Crónica de la memoria López Pedraza se nos presenta como “el terapeuta junguiano”, Virgilio moderno de cuyo brazo la curación tenía un cariz tremendamente humano. “Para aquel terapeuta”, escribe Rojas Guardia, “no se trataba de intentar salir con ímpetu compulsivo del estado depresivo, sino por el contrario de sumergirse voluntariamente en él, lo cual proporcionaba a la psique una bienhechora lentitud, un ritmo interno parecido a lo que en música se denomina largo, cadencia aleccionadora que el mito de la velocidad roba a las posibilidades mentales del hombre contemporáneo”.

La atención, la detención, el respeto por las emociones constituyeron el paliativo para las tempestades psíquicas de nuestro ensayista. No un frío consultorio, ni una aletargante medicación; sino una conversación natural caminando por la calle o a la luz dorada de alguna bebida. Al fin y al cabo, eso es la vida, eso es el mundo, ¿no? Por lo tanto, un “Mundanícese, Armando, mundanícese”, fue la terapia sugerida. “‘Mundanícese’ quería decir: ‘corporifíquese, sea más natural, más orgánico, permita al polo femenino de su alma acercarlo a la materialidad del mundo con mayor densidad emotiva’”, refiere Rojas Guardia.

De este modo, Rafael López Pedraza se convirtió en un “maestro espiritual”, en un Virgilio moderno que ayudó a atravesar el infierno del sí mismo de nuestro escritor.

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