Un místico llamado Bárbaro Rivas

 


 

 

Por Álvaro Mata

“Bárbaro Rivas existe y pinta desde hace medio siglo”, tituló Carlos Dorante su artículo de prensa publicado en febrero de 1956. A continuación se leía: “El pintor existe. Es un hombrecillo vivaz, de corazón tribilinero, con un alma grande, ancha, donde caben ángeles de todos los colores, con perros recogidos en la calle, de 61 años, en paz con Dios y unos 60 cuadros pintados sobre latas, telas, maderas, paredes, que hoy por hoy están llamando tanto la atención, que se le considera la revelación plástica de los últimos tiempos en lo que se refiere a pintores ‘espontáneos’ o ‘primitivos’”.

Esta nota publicada en el diario El Nacional despejaba la incógnita que desató en el medio cultural venezolano de entonces la aparición de las obras del gran pintor venezolano Bárbaro Rivas.

Nacido en Petare en 1893, su infancia y juventud transcurrieron al lado de su madre, quien lo instruyó bajo los preceptos de la religión católica, la devoción y el temor a Dios.

Los oficios desempeñados por Rivas fueron los más humildes: desde banderero del ferrocarril de Petare, pasando por pintor de brocha gorda y peón de albañil, hasta fabricante de cruces para tumbas. A la par de estos oficios, pintaba sin pretensión algunas imágenes sobre planchas de latón.

Un día de 1949 el joven pintor Francisco Da Antonio se encontró con Bárbaro Rivas en la popular bodega petareña “La Minita”, y se percató de una pintura ingenua y bellamente ejecutada que mostraba una escena bíblica estampada en la bolsa de papel con la que el hombre hacía sus compras. A la pregunta del joven sobre el origen de la imagen, Bárbaro respondió: “Un cuadrito que yo pinté, maestro”. A partir de allí, Da Antonio se dedicaría de lleno a impulsar el trabajo creador del recién descubierto pintor.

No pasó mucho tiempo para que la obra de Bárbaro Rivas fuera ampliamente reconocida y cosechara no pocos premios. Sin embargo, mientras su trabajo era admirado en Estados Unidos, Brasil y España, su vida estuvo acechada por la miseria y la maldad de los hombres, quienes se aprovechaban del creyente pintor y expoliaban sus obras a cambio de una botella de alcohol barato.

Seriamente minada su salud por su afición a la bebida, Bárbaro ingresó al Hospital Pérez de León a finales de 1967, donde moriría pocos días después. Su única queja era que los médicos no le permitían “pintar un cuadrito”.

Gran parte de su pintura está inspirada en episodios de la vida de Cristo y en escenas religiosas, además de muchísimos autorretratos.

Aún hoy, algún viejo vecino de Petare recuerda a aquel dipsómano que arengaba por las calles portando un Cristo pintado por él. “¡Mírenlo bien y recuérdenlo, para que no digan que no lo conocen cuando venga!”, decía alucinado mientras arrostraba la imagen a los privilegiados transeúntes.