La Gripe Española de 1918
Por Álvaro Mata
No son pocas las veces que la humanidad ha testimoniado la aparición de la influenza o gripe, uno de los virus más antiguos y mortales. Pero la más catastrófica de todas tuvo lugar en el año 1918 y se conoció como “gripe española”. Se calcula que murieron 100 millones de personas en el planeta.
En Venezuela, la población vivía en terribles condiciones de insalubridad y precarios servicios sanitarios, caldo de cultivo idóneo para que el virus prendiera como pólvora.
El primer caso de influenza se detectó en La Guaira el 16 de octubre de 1918. Al poco tiempo, Caracas entró en cuarentena. Un mes después, los decesos en la capital rondaban la centena cada día. Escaseaban los ataúdes y los cadáveres eran enterrados en improvisadas fosas comunes en las cercanías de los no menos improvisados hospitales.
Dos meses después, comenzaron a descender los índices de mortalidad, hasta que la situación fue controlada en la capital. Pero no fue ese el caso de Carabobo, donde aún se recuerdan los estragos de la “gripe española”. La peste se expandió rápidamente por todo el estado, y el gobernador huyó sin previo aviso, presa del pánico. No había nadie que hiciera frente a la situación y los carabobeños quedaron a la deriva. Jamás se pudo determinar el número de muertos en la región.
Eugenio Montejo, eximio poeta valenciano, evocó de esta manera el trágico episodio:
Güigüe 1918
Esta es la tierra de los míos, que duermen, que no
duermen,
largo valle de cañas frente a un lago,
con campanas cubiertas de siglos y polvo
que repiten de noche los gallos fantasmas.
Estoy a veinte años de mi vida,
no voy a nacer ahora que hay peste en el pueblo,
las carretas se cargan de cuerpos y parten,
son pocas las zanjas abiertas,
las campanas cansadas de doblar
bajan y cavan.
Puedo aguardar, voy a nacer muy lejos de este lago,
de sus miasmas,
mi padre partirá con los que queden,
lo esperaré más adelante.
Ahora soy esta luz que duerme, que no duerme,
atisbo por el hueco de los muros,
los caballos se atascan en fango y prosiguen,
miro la tinta que anota los nombres,
la caligrafía salvaje que imita los pastos.
La peste pasará, los libros en el tiempo amarillo
seguirán tras las hojas de los árboles.
Palpo el temblor de llamas en las velas
cuando las procesiones recorren las calles.
No he de nacer aquí,
hay cruces de zábila en las puertas que no quieren que nazca,
queda mucho dolor en las casas de barro.
Puedo aguardar, estoy a veinte años de mi vida,
soy el futuro que duerme, que no duerme,
la peste me privará de voces que son mías,
tendré que reinventar cada ademán, cada palabra.
Ahora soy esta luz al fondo de sus ojos,
ya naceré después, llevo escrita mi fecha,
estoy aquí con ellos hasta que se despidan,
sin que puedan mirarme me detengo:
quiero cerrarles suavemente los párpados.