Por Susana Benko.
Hay hombres destinados a trascender en la historia. Francisco Narváez es uno de ellos. Tuvo una voluntad excepcional que le permitió tener una trayectoria artística consistente y fecunda, producto de un esfuerzo tenaz. Creó con personalidad, sin ceder a las modas artísticas del momento. Al contrario, su pasión por las formas y por los materiales, por ese hacer con las manos, además de su pensamiento y sentido de pertenencia a este país, –específicamente a su Margarita natal– han sido determinantes en su trabajo. Y es que el arte de Narváez es la concreción de un proyecto creativo que se dio de forma continua en el tiempo, fruto de su constancia y deseo de perfección.
Graduado en la Academia de Bellas Artes en Caracas en 1927, pasó tres años en París estudiando disciplinadamente las técnicas escultóricas tradicionales. No obstante, regresó a Venezuela en 1932 instalándose en Catia donde abrió su taller. Tenía entonces 27 años. En este taller, artistas e intelectuales del momento se reunían con asiduidad buscando el intercambio de ideas y la renovación de sus propuestas creativas.
La Academia fue sólo una etapa formativa necesaria. No optó por alguna de las tendencias vigentes de la época: ni las vanguardias europeas ni la pintura paisajística de la Escuela de Caracas. En esta primera etapa de su obra que va de 1928 hasta finales de la década de los cuarenta, decidió representar su mundo personal, los recuerdos de su juventud: el mar, los pescadores, los recolectores de cambur, las mujeres nativas de rasgos criollos con su mezcla exuberante de india y de negra, así como el amor por esta tierra y la fuerza de la naturaleza.
Bajo estos principios es que realiza dos grupos escultóricos conocidos como Las toninas. Están ubicados en el centro de Caracas, específicamente en la Plaza O’Leary. Los mismos formaron parte de la reurbanización de El Silencio, inaugurada en 1945 por el presidente Isaías Medina Angarita. El arquitecto a cargo de las obras fue Carlos Raúl Villanueva quien solicitó a Narváez la realización de estas dos fuentes. Ambas son importantes tanto por su gran tamaño para semejante espacio público como por su significación alegórica. Para ello, Narváez utilizó la técnica del vaciado de piedra artificial.
Ahora bien, podemos inferir que a Narváez se le planteó un gran problema: ¿cómo representar el agua mediante esculturas de enorme tamaño realizadas con un material tan duro? ¿Cómo representar el fluir constante del líquido y darle forma a lo informe? Pues lo hizo mediante cuerpos femeninos recostados con las piernas extendidas, con variadas posiciones de brazos y cabeza, algunas con largas y ondulantes cabelleras. Las acompañan las toninas, hermosos delfines de río, y este conjunto crea una intensa sensación de movilidad. La sinuosidad de sus cuerpos expresa el ritmo ondulante del agua, producto de una composición rítmica y dinámica que sugiere su impulso y constante fluir.
Estas dos fuentes, sin duda, constituyen piezas excepcionales del arte urbano que encontramos en la ciudad de Caracas.