Una metafísica de los lugares

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Louis Aragon, el pionero surrealista, compañero de Breton, comienza “El pasaje de la Ópera”, la primera parte de El campesino de París, refiriéndose a los nuevos lugares sagrados que florecen en las grandes ciudades modernas dominadas por el ruido y la furia del mercado y el progreso; lugares, dice, donde los hombres pueden dedicarse a recuperar y salvaguardaruna“vida misteriosa” que los vincularía, según él, a una nueva “religión profunda”. En esos lugares se estaría gestando, en efecto, una “divinidad nueva”, una divinidad que corresponde al carácter peculiar de lo que él llama “Éfesos modernos”; es decir, espacios oraculares llenos de significados ocultos: lugares impregnados de una “divinidad poética” que pasa desapercibida para la mayoría de los transeúntes. Son lugares cargados de potencia metafísica. Aragon invoca esa metafísica de los lugares considerándola como una experiencia, una experiencia vinculada con la infancia y con los sueños: “Playas de lo desconocido y del estremecimiento, toda nuestra materia mental las bordea. Ni un paso hacia el pasado, que no vuelva a encontrar este sentimiento de lo extraño, que me sobrecogía, cuando todavía yo era el encantamiento mismo, en un decorado donde por vez primera me llegaba la conciencia de una coherencia inexplicable y sus repercusiones en mi corazón”.

Aragon parece querer decirnos que esos lugares lo devuelven a su infancia, a la época en la que todavía era “el encantamiento mismo”, es decir, la disponibilidad para encantarse, para maravillarse con las cosas que, en medio de la inocencia y la inexperiencia, resultan siempre inquietantes y provocan que el niño experimente el sentimiento de lo extraño con la conciencia de su inexplicable coherencia repercutiendo en su corazón.

Aquí, como en otros momentos de El campesino de París, Aragon coincide con algunos aspectos abordadospor Breton en el Manifiesto surrealista: en este caso, es la infancia, ligada a la experiencia de lo maravilloso. Si al hombre le queda todavía un poco de lucidez, decía entonces Breton, “no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado”. Y añade: “En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión”. Lo mismo opina Aragón. Su campesino parisino es un paseante dominado por el embrujo de lo nuevo encarnado en juguetes fantásticos, acertijos eróticos, lujosas mercancías esotéricas.