Charles Kinbote: la crítica como streap-tease. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (8). Pálido fuego (1962)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Un ingrediente importante del general desconcierto que impregna de sutil comicidad todo el entramado escénico donde Kinbote desarrolla sus malabarismos mentales es el descaro, el descaro o la desfachatez, algo que quizás es, más bien, una suerte de imperturbable franqueza, esa franqueza cruel de los niños que este comentarista incisivo muestra a cielo abierto con la temeridad de su egolatría. Hay varias máscaras ocultando el verdadero rostro de este Boswell pervertido -pero ¿qué es verdad en un mundo gobernado por las inestables leyes de la fantasía y por los laberínticos caprichos formales de un diseñador de partidas de ajedrez especialmente malicioso, lúbrico y lúdico a la vez?-. Hay varias máscaras, sí, sobre el rostro del verdadero Kinbote; pero todas esas máscaras y disfraces van cayendo poco a poco en un atemperado y progresivo streap-tease del cual saldrá, al final, un rey desnudo y destronado, en su secreto exilio, oculto en su escondrijo americano. Son demasiados los acertijos y las adivinanzas que encierra el juego diabólico que nos propone Nabokov. Resumir -¡vaya despropósito!- Pálido fuego en cuatro o cinco emisiones de radio de tres minutos escasos es imposible. No sólo es imposible; es inadmisible. Resulta, pues, inútil, infructuoso, vano. Sería como intentar echar el cuento del Quijote o de los Cantares poundianos. Hay simplemente que leerlos. Nadie nos puede decir cómo son y cómo están hechos, en qué trampas nos sumergen, con qué zancadillas nos sorprenden ni con qué redes nos envuelven y sujetan. Hay que leerlos, repito. El comentario es, casi siempre, superfluo, cuando no impertinente y molesto como ocurre en el caso de Kinbote cuando lee a Shade. Puede que se encuentre de repente un Brodsky para comentar a Ajmátova o a Mandelstam, o un Borges para decir en cuatro párrafos quién es Chesterton, quién es Milton, quiénes son Blake o Shakespeare. Pero son casos excepcionales, gemas raras en medio de un pedregal de anotaciones y acotaciones al margen; escolios efímeros, siempre inexactos, dando vueltas alrededor de un inabarcable Enigma de Sentido.

Como quiera que sea, Kinbote está seguro de ser el comentarista perfecto, el único capaz de proveer una lectura sustanciosa y justamente equitativa y favorecedora de los Cantos de John Shade. Y es precisamente esta presunción, tan hiperbólica como refutable, la que desencadena en cada nota puesta al vuelo por su mano el cortocircuito de desconcierto que conduce directamente a la risa. Con su pretenciosa convicción, Kinbote no hace más que hacer o caer continuamente en el ridículo, en el despropósito de una ambición interpretativa que siempre falla el blanco y se desvía por caminos aledaños al poema, a veces tanto, que deja atrás los Cantos y ya no los escucha para escucharse a sí mismo. Pálido fuego es su solitaria perorata, su monólogo obsesivo.