Charles Kinbote: una risa apretada entre los dientes. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (6). Pálido Fuego (1962)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

En Pálido fuego, la dinamo del desconcierto es el profesor Kinbote. Pero detrás de ese motor está otro, el Deus ex-machina que lo mueve y lo conmueve todo y del cual podemos decir que se manifiesta por su presencia invisible pero omnipresente como demiurgo inclemente de sus criaturas, y ese motor externo, por así decirlo, ese etéreo combustible insustituible, es un Dios desconcertante -no desconcertado- que ha organizado el mundo -su mundo- bajo las premisas de un calculado y persistente desconcierto general.

En el mundo desconcertante que crea Nabokov, con su laberíntico juego de capas superpuestas y de su endemoniada manera de mover las piezas del ajedrez de la novela, Kinbote, el profesor que entra a trabajar en el mismo college en el que trabaja el venerable poeta, es la punta del iceberg que lleva la voz cantante -él, como comentarista, es el narrador protagonista- en la opereta discretamente hilarante, muy Offenbach ella, que Pálido fuego representa. El desconcierto es él, o, en un plano más alegórico, él es el Desconcierto, con mayúscula, encarnación figurada y figurativa -figurante exasperante- de esa sensación de descontrol y de extravío de nuestra propias brújulas mentales y emocionales.

Como lectores de Pálido fuego estamos obligados a leer con asombro todo el tiempo, con la boca abierta o con la risa a flor de labio, pero apretada entre los dientes; risa cautelosa, risa sigilosa del que se dice mientras lee, como un actor en un aparte, “no lo puedo creer”, “esto es demasiado”, “pero en qué cabeza cabe”, “no; esto sólo se le ocurre a Nabokov”. Y Kinbote, impertérrito, implacable, siempre traspasa los límites de lo previsible y, por increíble, nos empuja a reír.

Cuando Kinbote resbala en la nieve en aquella escena inicial del prólogo de su novela, lo importante para la máquina escénica no es la caída misma sino lo que provoca, que no es la risa, sino el despertar simbólico de toda la aventura (si es que la aventura de Pálido fuego consiste en la desconcertante relación de Kinbote con Shade, del crítico alucinado con el poeta johnsoniano, viejo imponente, redivivo Pope): “Mi caída actuó como reactivo químico en el sedán de Shade que arrancó en el acto y estuvo a punto de pasarme por encima al meterse en el sendero”. El desconcierto es, pues, ese reactivo químico que desencadena todo en Pálido fuego, el implacable catalizador.