Charles Kinbote o la risa del desconcierto. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (5). Pálido Fuego (1962)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

¿Por qué el desconcierto o lo desconcertante suele provocarnos la risa? Si la risa es un mecanismo anímico de defensa, se entiende entonces que lo que nos desconcierta, es decir, aquello que nos saca del concierto de nuestras capacidades o de nuestras ideas o convicciones, signifique para nosotros una amenaza a nuestra propia seguridad, a nuestra propia integridad física y espiritual. Ciertas situaciones desconcertantes no tienen otra respuesta que la risa: frente a ellas las palabras resultan, si no inútiles, inadecuadas, insuficientes, y, entonces, como es necesario reaccionar de algún modo, nos reímos -una vez más- para exorcizar el peligro, para expulsar de nosotros mismos la sensación incómoda que resulta del descubrimiento no deseado de nuestra propia incapacidad de reacción intelectual -o discursiva- frente a una paradoja que no podemos resolver, o frente a un desafío que no somos capaces de asumir y mucho menos de acometer.

Nos reímos por no llorar, dicen. Y es así. La risa puede estar en el lugar del llanto e incluso en el lugar del grito. No olvidemos que la risa es pariente cercana del estornudo: con el llanto y con el grito pertenecen a la familia de los sentimientos explosivos, expresivos de una violenta o moderada descarga de los nervios comprometidos en un cuerpo que se siente, de repente, amenazado.

En este sentido, es probable que la comedia más refinada, que la comedia más sutil no necesite recurrir a los aparatosos gags del clown enfático, ni a las parodias excesivamente llamativas de la caricatura, para provocar la risa. En el prólogo que el profesor Charles Kinbote escribe para presentar los cuatro Cantos del poeta John Shade que él edita, con una generosa y proliferante selva de comentarios inauditos, se encuentra un episodio típico de la comedia más predecible. El profesor, que acaba de mudarse a una casa vecina a la del poeta, ve al anciano vate orillado con su viejo Packard en una cuesta y se apresura a prestarle ayuda. Al hacerlo, con la prisa provocada por la emoción de encontrar la ocasión de conocerlo, el ansioso Mr. Kinbote resbala en la calzada sobre la capa helada de la nieve mañanera y cae, cuan largo es, sobre sus zemblanas posaderas. La escena del resbalón que mueve a risa es tan antigua como la última glaciación, y, aun así, todavía, nos da risa.

Pero la risa que abunda en Pálido fuego, la novela donde habitan el viejo vate y su tan fiel como cruel comentarista, no es la risa que provoca el topetazo del pobre diablo que cae sentado al patinar sobre la pista. Es la risa del desconcierto, la risa que sacude al intelecto antes que al plexo solar, una risa que proviene de la desorientación en que nos sume un argumento descabellado, una acción que no nos podemos explicar.