De nuevo Timofey Pnin. Las sátiras académicas de Vladimir Nabokov (2). Pnon (1957)

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Hay muchos otros rasgos pnianos, como diría el narrador, que pueden conmovernos y movernos a risa en él y con él, pues como he intentado hacer ver, lo cómico de este personaje está teñido siempre de un sentimiento de ternura, porque el narrador se compadece de él. Esta compasión atempera la violencia de todo espasmo de hilaridad aparatosa. Las desgracias de Timofey nos provocan una risa moderada, una risa impregnada de justiciera y generosa complicidad en un mismo giro cordial. Esto se produce gracias a la maestría de Nabokov al imaginar a su personaje, pero también gracias a una razón quizás más importante: la razón de la identificación. Sí. Nabokov siente empatía y simpatía por este profesor exiliado, extraviado en un perdido college de la llamada Norteamérica profunda, porque, en buena parte, se parece a él: emigrado ruso que entra a dar clases también en un college semejante, es calvo como es calvo Timofey. De pronto, puede pensarse, Timofey es una de las muchas proyecciones de la personalidad del propio Nabokov que encarnan luego en personajes que se convierten en inolvidables habitantes de sus inolvidables novelas, como ocurrirá, ya se verá, con uno de los más desternillantes personajes de la novela moderna, Charles Kinbote, habitante hilarante de esa gema de perfección que es Pale fire, la novela en la que nos sumergiremos más adelante. También Kinbote es un profesor emigrado en un college parecido, y las complicadas incongruencias y arbitrariedades de su extravagante vida tienen momentos verdaderamente vladimíricos, por decirlo así; momentos y acciones, gestos, manías que podrían ser los de Nabokov: por ejemplo, escribir en fichas. Pero no nos adelantemos, que todavía estamos con Pnin en Pnin, la novela.

Para rematar esta entrega que se me fue de las manos, como me suele ocurrir, (iba a hablar de las peripecias de nuestro Pnin con su dentadura postiza y del potencial cómico de las prótesis como paliativo de ciertos defectos físicos), con una reflexión que abona mi cuestión acerca de las formas de lo cómico, de cómo se produce y se conduce para provocar hilaridad. Dice el infinito René Girard, en un texto crucial para nuestro asunto, “Equilibrio peligroso. Una hipótesis sobre lo cómico”, que lo que nos mueve a risa en el descalabro físico o verbal -o de otro tipo- de un semejante es precisamente el hecho de que el pastelero que lleva un pastel por la acera y al tropezar cae sobre el pastel, o el hombre que al proceder a leer una conferencia descubre en el último minuto que los papeles que tiene en la mano no son los que tendría que leer, podríamos ser nosotros. El que nos hace reír es nuestro semejante metido en una situación en la que no querríamos -pero podríamos- estar nosotros. La risa como efecto de una identificación, pues. La risa, dice Girard, es un mecanismo de defensa. Nos reímos para exorcizar la posibilidad de resbalar nosotros mismos o equivocar nuestro papel. En cierta medida -y esto es típico de Girard- aquel de quien nos reímos es una suerte de chivo expiatorio de nuestros propios temores, de nuestra conciencia dolorosa de lo frágiles y vulnerables que somos, de lo ridículos que podemos llegar a ser. Nabokov exorciza en sus personajes académicos al académico Nabokov que podría trastabillar en una clase o equivocarse al traducir una frase. Se ríe de su doble, para no reírse de él. Hay algo de superstición en el reír, quiero decir. Vamos a ver.