La luz moderna de lo insólito
Por Rafael Castillo Zapata.
En las minas maravillosas de El campesino de París, Aragon coincide con Breton a propósito de la infancia. “Todas las mañanas -apunta Breton en el primer Manifiesto- los niños inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos”. Con esa nostalgia por los pasos perdidos de la infancia los surrealistas se hicieron rebeldes, perseguidores rabiosos de una infancia recuperada. Otra veta más de su arrebatada sed de libertad y autonomía.
En el “Prefacio a una mitología moderna”, que abre el libro de Aragon, encontramos otra resonancia bretoniana, se trata de la discusión filosófica acerca de las contraposiciones entre realismo e imaginación, entre razón y sensibilidad, entre evidencia objetiva y fantasía, entre verdad y error, entre duda y certeza, entre seriedad y juego. En todos estos casos se trata de una relación con esas “playas de lo desconocido” que “toda nuestra materia mental bordea”, de las que nos habla el propio escritor.
Se trata de “zonas mal iluminadas de la actividad humana”, dice; zonas pobladas de toda una fauna de imágenes. En esas zonas es donde se producen las grandes iluminaciones, las grandes revelaciones vinculadas a lo impuro y a lo oscuro. “Es allí donde aparecen los grandes faros espirituales, afines por su forma a signos menos puros. La puerta del misterio, un desfallecimiento humano que la abre, y henos aquí en los reinos de la sombra”. Estos llamados reinos de la sombra podrían ser muy bien los del inconsciente, lugares provistos de “cerraduras que dejan mal cerrado el infinito”. Espacios, zonas donde se filtra el infinito, o, mejor dicho, algo finito, como relámpago de lo infinito, tal como alucinaban sus más genuinos antecesores, los poetas románticos alemanes, invocadores del chispazo de Absoluto que llamaron Witz, de filosófico y poético arrebato.
“Allí donde se persigue la actividad más equívoca de los vivientes, lo inanimado adquiere a veces un reflejo de sus secretos más movibles”, continúa Aragon. Nuestras ciudades están “pobladas de esfinges ignoradas que no detienen al paseante soñador si no vuelve hacia ellas su distracción meditabunda”. Son esfinges que no hacen preguntas efímeras, aclara. Y si el paseante soñador que atraviesa estos lugares que aún se encuentran escondidos, esperándonos, desplegados secretamente por el paisaje de una ciudad como París, descubre esas esfinges y las interroga, “serán sus propios abismos” los que, gracias a “estos monstruos sin rostro”, sondeará. “La luz moderna de lo insólito será lo que lo retenga”, concluye.