Gérard de Nerval: la locura de considerarse poeta
Por Rafael Castillo Zapata.
Como en Artaud, pero en una longitud de onda acaso más dócil y más tenue, también en Gérard de Nerval encontramos una despiadada conciencia de la naturaleza de su mal mental, nada elemental. Nacido en París, en 1808, Gérard de Nerval el poeta francés autor de Las Quimeras, famosas por el soneto, titulado en español, “El Desdichado”, sufre, en 1841, su primer trastorno mental; un desarreglo de todos sus sentidos que se hará crónico, reiterándose progresivamente bajo la forma de sucesivos “episodios psicóticos” que “durarían hasta su muerte, 15 años más tarde”. Una vida llena de dolorosos fracasos amorosos, de inmersiones recurrentes en las aguas más seductoras y vertiginosas del ensueño y de la imaginación, hacen de Nerval un candidato propiciatorio para convertirse, como él dice, en unas palabras muy citadas, en un vidente, en el profeta de su propio apocalipsis. Muy consciente de su vulnerabilidad psíquica, el poeta llegó a escribir, en el prólogo a Las hijas del fuego, publicado un año antes de su muerte, en 1854, lo siguiente: “La última locura que me quedará, probablemente será la de considerarme poeta. Y a la crítica le corresponde sanarme […]”. Para él no había diferencia entre la realidad y los sueños, entre la vigilia de los despiertos y la inmersión oscura, vivaz, tenebrosamente intuitiva de los sonámbulos. Vagabundo incorregible, no hizo más que deambular por el mundo en busca de un ideal –erótico o metafísico, incluso ético, siempre poético, pues en la poesía se resumía todo- que se le hurtaba. Su itinerario vital está lleno de amoríos con actrices y cantantes; amoríos que terminan mal, pues iba en busca de un ideal acaso irrealizable salvo en las perturbadoras y a la vez enternecedoras fantasías que nutren de presencias inolvidables sus poemas, sus relatos y sus confesiones.
Aurelia, Silvia, Las hijas del fuego, Las quimeras son títulos que hablan de universos de fascinación devota por la presencia femenina, pequeños tratados amorosos, exultantes teorías del sueño y de la imaginación donde el poeta, sacando provecho misteriosamente de sus delirios construye catedrales prodigiosas que han resistido los embates del tiempo y son hoy monumentos vivos, donde los lectores podemos seguir experimentando el mágico poder de una lucidez que sobrevive al desvarío y lo trasciende. Extraña lucidez poética que nos obliga a insistir sobre el asunto en nuevas aproximaciones. Volveremos, entonces, a Nerval.