El pintor ignorante. Rilke contra Bernard
Por Rafael Castillo Zapata.
“Toda palabrería es un malentendido. Sólo hay entendimiento en el trabajo mismo”. Con esta sentencia remataba Rilke una de sus cartas sobre Cézanne en la que ponía en duda el provecho que puedan tener, para una relación plena con la pintura, las opiniones de los pintores. El pintor no debería “llegar a percatarse de sus intenciones”, apuntaba; es preciso que el pintor sea, en cierta medida, un ignorante, un ignorante de sí mismo e, incluso, de la pintura; es preciso que “sus progresos, para él mismo enigmáticos, se trasieguen, sin el rodeo de la reflexión, tan rápidamente a su obra que en el momento en que aparezcan no pueda reconocerlos”. Por eso, porque presiente que este es el modo como el pintor alcanza el dominio de su oficio, Rilke critica los empeños de émile Bernard -uno de esos pintores que escriben y que él ve con malos ojos- por empujar a Cézanne a que hablara sobre su pintura, incitándolo a poner en palabras lo que un pintor solo debería decir pintando. Las respuestas balbuceantes de Cézanne, dice Rilke, constituyen la prueba de que el pintor se protege del asedio impertinente de Bernard, escudándose con el argumento de que “lo mejor es el trabajo”, que lo que él puede decir acerca de la pintura se lo dirá “con cuadros”. Rilke rescata, así, el valor de la concentración del pintor en su tarea, más allá de las palabras que lo distraen, que lo confunden y no le aportan nada sustancioso o sustantivo a su arte.
Y, sin embargo, es el propio Cézanne el que le ha respondido a Bernard, en la muy citada carta del 23 de octubre de 1905, que sí, que le debe “la verdad en pintura”, y que se la va a decir. No sabemos si en verdad se la dijo alguna vez. Pero, en cualquier caso, la respuesta de Cezanne, incluso si ha sido formulada para sacarse de encima al acosador, pone en evidencia que hay algo en todo pintor que lo predispone a poner en palabras lo que siente y piensa acerca de su arte. Porque, más allá de la insinuación de Rilke, el pintor, al menos el pintor moderno, no puede ser enteramente un ignorante, y el saber de la pintura pasa en él, entonces, como ocurrió con Leonardo, con Poussin, con Delacroix, con Van Gogh, con Matisse, por un pensar que encarna también en escritura, en la exposición discursiva de su propio arte de pintar. De este modo, las cartas de Cézanne a Bernard, así como los recuerdos registrados por éste de sus conversaciones con el maestro, son hoy documentos de teoría de la pintura que filósofos del arte contemporáneos, como Merleau-Ponty, Deleuze o Derrida, han aprovechado para sus propias conjeturas y especulaciones.