ANDRÉ BRETON: EL CARTESIANO Y SU MÉDIUM. (LA SERIE DE NADJA) 3
Por Rafael Castillo Zapata.
En el camino de determinar la naturaleza de su propia personalidad (y no la de Nadja, por supuesto) -más allá, dice, “de todas las aficiones que me conozco, de las afinidades que noto en mí, de las atracciones que experimento, de los acontecimientos que me suceden y que sólo me suceden a mí, más allá de la cantidad de movimientos que yo me veo hacer, de las emociones que únicamente yo siento, me esfuerzo en averiguar en qué consiste, ya que no de qué depende, mi singularidad con respecto a los demás seres humanos”-, Breton reconoce, mientras expone “los episodios más determinantes de su vida”, la existencia de una serie de instancias, ajenas a su propia voluntad, que lo moldean y lo conducen, y de las cuales, entonces, sí depende en realidad esa singularidad suya que tan insistentemente persigue desde el principio de su libro al preguntarse “¿Quién soy?”. De modo que Nadja no sería sino el despliegue de ciertos episodios de su vida en los que descubre la presencia de esas fuerzas operando, manifestándose en hechos que, como él dice, “aunque hubiera que considerarlos como meras constataciones, siempre aparentan ser una señal” de algo desconocido; hechos que lo “hacen descubrir inverosímiles complicidades en plena soledad”, haciéndole evidente que es un iluso al pensar que es él el que conduce el timón de su propio barco. Nadja es, pues, en buena medida, un recuento de ese conjunto de hechos aparentemente fortuitos -y de los cuales el encuentro con Nadja es, sin duda, uno de los más resaltantes y, por supuesto, aquel que el libro, en todo caso, necesita destacar por encima de todos los otros- que introducen a Breton en ese “mundo como prohibido que es el de las repentinas proximidades, el de las petrificantes coincidencias, el de los reflejos por encima de cualquier otro impulso de lo mental, el de los acordes simultáneos como de piano, el de los relámpagos que permitirían ver, pero ver de verdad […]”.