ANDRÉ BRETON: EL CARTESIANO Y SU MÉDIUM. (LA SERIE DE NADJA) 1

 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Puede decirse que, de cierta manera, para Breton es la vigilia la que interrumpe el sueño, y no al revés: que el estado natural del hombre sería, o debería ser, acaso, el de la entrega continua a la posición y disposición de durmiente. Deberíamos soñar, creo que dice, con los ojos abiertos, y su defensa de la imponencia de la imaginación sobre los datos escuetos o inmediatos de la realidad sería una consecuencia de ello. Los famosos experimentos con los sueños a los que se entrega junto con sus compinches surrealistas no son más que el intento de alcanzar un cierto dominio de las fuerzas oníricas para ponerlas al servicio de la razón. Porque, ciertamente, Breton nunca pierde el norte de la razón y en el momento en que esa exploración del mundo de los sueños bordea los límites de un cierto delirio constante, de una cierta alucinación permanente –un estado narcótico a punto de convertirse en algo habitual y manejable, como ocurre con las míticas duermevelas hipnóticas de Robert Desnos-, Breton, entonces, retrocede y de un solo tajo corta por lo sano las avanzadas en ese mundo en que la razón pierde, de modo inquietante y peligroso, sus controles. Breton defiende la infancia, la imaginación, el sueño y hasta la locura, pero nada más lejos de él que una entrega sin cautelas al vértigo de lo desconocido. Todo en él es vigilancia. Y raciocinio. Al final de cuentas, por más que parezca decir lo contrario, en Breton la vigilia puede más que el sueño. A lo sumo, puede convivir bien con ciertas experiencias de ensoñación diurna, y le fascina el azar de los encuentros fortuitos y de lo que él llama “proximidades repentinas” o “complicidades inverosímiles” entre las cosas o entre los hechos, pero hasta ahí; y creo no equivocarme al afirmarlo. Por otro lado, ¿por qué íbamos a esperar que fuera de otro modo si, en el fondo, Breton no ha dejado de ser nunca, a su manera, un cartesiano?

En Nadja, su complejo libro -libro memorioso, libro lujuriosamente filosófico y enrevesadamente erótico- de 1929, Breton pone en evidencia el peso que la racionalidad, incluso deductiva, ejerce no sólo sobre su pensamiento sino sobre la maquinaria toda de su sensibilidad. Nadja, el personaje que da título al libro, no es sólo el doble -un doble especular y especulativo- del propio Breton, su atormentado autorretrato; es, a la vez, el emblema -la médium alegórica- del eterno femenino misterioso y maravilloso que la poética surrealista necesitaba para sellar, a esa altura de su deriva colectiva -que es, en el fondo, la deriva de Breton mismo, su insustituible conductor magnético-, la consistencia teórica y práctica de su ideología política y estética, de su retórica, de su estilo a la vez enigmático y transparente: su anhelo de alcanzar, sin abandonar la conciencia despierta y vigilante, una realidad ampliada en donde los sueños y el erotismo, la locura y lo maravilloso formaran parte de la experiencia absoluta de un hombre verdaderamente liberado, dueño de sus propios poderes físicos y metafísicos, único soberano de su propio deseo.