Rafael Cadenas, un poeta atento.



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Lo que, en Rafael Cadenas, ha parecido por mucho tiempo parsimonia, silencio, lentitud, supuestos atributos de un carácter o de una actitud que lo identificarían, se resume en una sola palabra, atención, y esa sola palabra redime al poeta de todo el malentendido que aquellos supuestos atributos han creado a su alrededor: que es un hombre ensimismado, callado, caviloso, taciturno.

Atención. Se trata, simplemente, de eso: respeto, reverencia por todo lo que le resulta misterioso. Guiado a la vez por su instinto y por su conciencia, ha sabido mantener en forma su disposición a sorprenderse por todo lo que la realidad del mundo le ofrece de continuo.

Rafael Cadenas es, pues, un hombre atento; un hombre que trata de ponerse en relación con lo abierto, como lo intentaba Rilke; un hombre que disfruta del privilegio, como quería Montaigne, de poseer -y cuidar- un alma de cámaras diversas, a quien nada humano le es ajeno, ni lo divino, ni, en general, lo cósmico, diríamos, el insondable universo con todas sus revelaciones y secretos.

Aquí cabe quizás la palabra panteísmo -todo es Dios-, cuya presencia en este texto está determinada por la necesidad de incluir en él un recuerdo.

Esa fue la palabra que, en una clase del primer semestre de los estudios de la Escuela de Letras que iniciaba yo en octubre de 1978, rompió el silencio caviloso que el profesor Rafael Cadenas había sostenido durante un tiempo que, a mí, en la prisa de mis apetitos de saber, me pareció que duraba una eternidad. No comprendí entonces el valor de aquel intervalo caviloso y traté de llenarlo, miserable de mí, invocando aquella rimbombante palabra polisílaba, panteísmo.

El poeta estaba sumergido aquella tarde en la lectura de la Octava Elegía de Duino, allí donde Rilke habla precisamente de lo abierto, poema donde cabe y nunca sobra una rumia meticulosa de las imágenes que lo componen y se nos imponen como epifanías reveladoras, que era lo que, después de todo, hacía el profesor: rumiar los versículos rilkeanos paladeando a conciencia la compleja textura y tesitura de sus palabras. Y yo lo saqué de su atención. Inútil es repetir aquí el inconmensurable tamaño de mi vergüenza cuando contemplé el rostro asombrado de aquel lector reverencioso que yo había venido a importunar con mi intervención.

Me he regodeado en afirmar que, desde entonces, nunca más hablé en una clase de Rafael Cadenas. Seguramente no sea del todo cierto. Pero lo que sí es cierto es que después de aquella experiencia comprendí lo difícil y costosa que es la justa lectura de un poema, el tiempo que hay que tomarse en pesarlo y sopesarlo antes de estar listo para creer que lo hemos atendido, no entendido, como se merece.