La magia del teatro

 

La imagen teatral

 

 

Por Humberto Ortiz.

Un comediante no es un simple disfraz que toca las emociones humanas para provocar sentimientos en una audiencia. Tampoco se trata de fascinar al espectador con juegos escénicos o con virtuosismos técnicos. La actuación intenta mostrar en un evento artificial, un acto cargado de humana vivencia; un acto donde se descubra tras el disfraz o la máscara, una experiencia que conmueva íntimamente. Desde la escena, esa experiencia se muestra como una realidad de hecho, concreta, fáctica.

Cuando un actor logra ofrecer un halo de claridad de existencia, una convicción de certeza en medio del juego aparencial, entonces los espectadores nos hacemos testigos de un acto en el que participamos atentos y fascinados. Cuando este enlace entre el actor y el público se da, la actuación logra estimular la capacidad imaginaria de los concurrentes que se hacen, junto al actor, partícipes de lo que en escena sucede con verosimilitud de existencia, aunque el personaje sea de índole fantástica.

En el espacio teatral el actuar humano queda expuesto. Se trata de una actividad que en sí misma alude a un posible sentido desde el impacto físico o emotivo que ocasione. Lo sucedido sobre la escena despierta expectativas vitales e infinitos misterios, más allá de las ensoñaciones habituales de la cotidianidad.

El hecho escénico no es sólo un evento formal. Aunque una hermosa puesta en escena pueda ayudar, no garantiza que la poesía teatral ocurra. La verdad sobre la escena se origina desde una existencia, la del actor, comprometida con un presente artificioso, el del teatro, que roza los límites vitales. El actor ha de intentar llenar el disfraz con algún motivo anímico que lo enfrente a su posible desvanecimiento. Sólo al arriesgar su existencia, el personaje se plena de alma.

Cuando el cuerpo del actor evidencia desde la situación dramática un límite vital ineludible, cuando su acción revela algo del misterio que a todos compete, se diluye la paradoja entre el disfraz y el ímpetu que lo anima. Aparece entonces la creación en acto, dibujada en una presencia escénica plena, expuesta a su próxima disolución.

Los teatreros afirman que si esto ocurre lo dionisíaco se hace presente. El dios del teatro se anuncia y envuelve tanto a los actores como a los asistentes en un arrebato conjunto, que los incita a sentirse como embriagados en un mismo tiempo musical.

Federico García Lorca (1898-1936) hablaba de “los poderes secretos” y de “los sonidos negros del duende”, cuando en el cante hondo o en el toreo, los espectadores participan de un momento vital, esencial. (En Teoría y juego del duende).

Se produce ahí un encuentro anímico entre los asistentes. El evento que era en principio un mero espectáculo, alcanza un conmovedor clímax emotivo y verdadero.