(VII) Contemplación, teoría y religión
Por Humberto Ortiz.
La actividad contemplativa, que el pensamiento había asumido como la atenta observación que admitía una reflexión verosímil sobre la existencia, a finales del mundo helénico se comienza a resaltar, cada vez con mayor énfasis, como una visión del alma que le permitía librarse de los padecimientos mundanos.
Los griegos buscaron siempre, en sus ceremonias mistéricas y ritos festivos, la gracia de sentirse contemplados por los dioses, al tiempo de contemplar ellos lo verdadero. Su mitología resaltaba una visión transparente del mundo que evidenciaba lo divino en la misma sensibilidad. El valor que alcanzó la actividad teatral muestra la actitud contemplativa de ese pueblo, que se empeñó en ver lo esencial que la vida misma ofrecía. Intensión que heredó, a su manera, la naciente filosofía. Las palabras teatro (theatron) y teoría (theoria) tienen en griego la misma raíz, que alude al “mirar y comprender”.
A finales de la antigüedad, las poblaciones mediterráneas se hicieron muy cosmopolitas y los rituales relacionados con tradiciones propias de cada zona, se mezclaron y variaron sus originales intensiones. El intercambio de diferentes costumbres abrió infinitas opciones a la humanidad desarraigada que habitaba las poblaciones de la nueva sociedad. Bajo las promesas de certezas emotivas que ayudarían a templar el ánimo a los confusos y heterogéneos habitantes imperiales, los ritos de la cultura griega se mezclaron con los de otras culturas, muchas también ancestrales, que defendían igual su vigencia.
Las reflexiones de las escuelas morales reconocían en la actividad contemplativa la finalidad del pensamiento, con ella se buscaba alcanzar una visión universalista del mundo. La religiosidad helenística, aún tan arraigada al mito, comenzaba a desdibujar el sentido de lo divino contemplado directamente. La contemplación teórica se hizo cada vez más escéptica para reconocer, desde la racionalidad, los designios sagrados.
Las autoridades imperiales, sin separarse de la tradición politeísta, oficiaban los honores rituales al emperador, pero la religión como enlace afectivo se hacía de manera más personalizada. Las visiones divinas, ofrecidas por diferentes e híbridos cultos, empezaban a reclamar su justificación para no ser tomadas por supersticiones. Todas se referían a algún tipo de vivencia que poco o nada tenía que ver con las necesidades colectivas; participar de una liturgia respondía más a un deseo salvífico particular.
La vivencia espiritual implicó darse a la lectura de los signos que cada dios ofrecía a sus seguidores. La teoría se abrió a la interpretación, lo contemplado humanamente no explicaba ya el profundo decir de la religión (religio), palabra que en latín aludía a un íntimo enlace con el dios. Las señales de los dioses ya no se dejaban vislumbrar sino por una determinada visión, que exigía, a su vez, una particular adoración.