Contemplación y fe
Por Humberto Ortiz.
El mundo antiguo occidental cambió bajo el poder imperial de Roma. La cultura buscaba una perspectiva universalista que abarcara las variantes humanas que habitaban en ambos lados de las costas mediterráneas hasta el Mar Muerto, y las tierras que se extendían hasta el Mar del Norte.
Hacia el levante, uno de los territorios conquistados era Judea, en donde las internas disputas territoriales, las invasiones del imperio egipcio, las intromisiones filisteas, la rudeza de los asirios, las luchas de los babilónicos con los aqueménidas y las conquistas alejandrinas, ya habían dejado en sus habitantes una particular impronta que los mantendrá firmes ante cualquier controversia. Son pocos los textos laicos que den cuenta de la antigüedad de los judíos. El historiador griego Heródoto, a mediados del siglo V antes de la era común, aludía a unos palestinos circuncisos de Siria, zona entonces perteneciente al Imperio Persa.
Los antiquísimos hebreos eran grupos disímiles que se habían extendido por el oriente medio, no eran realmente un pueblo; tenían en común una forma de vida nómada o semi nómada y renegaban de la vida urbana. Según las sacras escrituras, los orígenes del judaísmo se remontan a Abraham, quien emigró desde los desiertos próximos a Caldea hasta la “tierra prometida” de Canaán, donde su progenie habría de establecerse.
La historia de este patriarca fue trasmitida a sus descendientes de manera oral. La ley divina y la recepción histórica de la verdad, fue revelada en los textos atribuidos a Moisés, que conformarán el sustento moral y legal de las familias que en el siglo X antes de la era común comenzaban a reconocerse como el reino de Israel. La ley mosaica será el soporte determinante, también, para los hijos de ese reino que se expandirán por el resto del mundo.
La unidad de los judíos se sustenta en una religiosidad que preserva la intimidad de su fe y revisa la historia de su gente por obrar siempre la voluntad oculta tras las apariencias. Se trata de conocer las conductas temporales y sus errores que, como señales divinas, ofrecen certezas reveladas en la transitoriedad humana.
La verdad enseñada por Abraham no se levanta sobre las aseveraciones de un pensamiento distanciado del vivir mundano; al contrario, lo que “el padre de la fe” legó fue la presencia ineludible de una voz que mueve al mundo y cuya potencia se impone como la esencia misma de todo el universo. Voz capaz de imponer pruebas terribles, pero a la que hay que seguir con mucho respeto, pues ella se muestra en lo profundo del alma como el sentido irrefutable de la agobiante realidad. Servir al Altísimo será, desde el sabio caldeo, la íntima compresión de la fe.
Las historias del judaísmo plantean las contradicciones de las decisiones humanas, que obligan a reconocer que la verdad es silente, difícil de oír. Lo verdadero está solo en aquel que todo lo revela sin mostrarse. Su ausencia presente habría que reconocerla constantemente desde una íntima y humilde aceptación.