La cara de la luna

 


 

 

Por Humberto Ortiz.

El escrito del que hoy hablaré reproduce un diálogo de intelectuales de distintas disciplinas. Las diatribas intentan aclarar las supuestas verdades reconocidas por distintas tradiciones; disputas que generan emociones y animan a los oponentes a plantear nuevas controversias. La reconocida Editorial Gredos lo titula Sobre la cara visible de la Luna, ya que el tema versa sobre las sombras que vemos en la superficie lunar las noches de plenilunio.

Se ignora cuándo apareció este tratado. Plutarco, el escritor, nació en el año 46 y se consagró a la escritura antes del año 100, cuando ya era sacerdote de Apolo en Delfos. Se afanó por recoger no solo los eventos históricos, también la inmensa tradición cultural legada de la antigüedad e incluso, como vemos en este diálogo, las polémicas que se planteaban entre las creencias comunes, los estudiosos y las escuelas de pensamiento.

Al iniciar la lectura, da la impresión de que el tratado ha sido alterado. Sin indicar siquiera dónde ocurre, entramos en una charla ya comenzada. Las primeras palabras leídas son de un personaje nombrado Sila, quien ruega a sus interlocutores que le expongan las teorías existentes sobre las manchas observadas en el disco lunar. Promete que, tras escucharlas, contará un relato sobre el papel que desempeña la luna en la vida de las almas, una historia que había oído de un extranjero.

Lamprias, nombre del hermano de Plutarco que aquí aparece como la voz principal, accede a esta petición con la intención de –dice- “intentar las soluciones menos tópicas y no despreciar sino cantar, sencillamente, las excelencias de los autores clásicos para demostrar la verdad por todos los medios.” Él mismo comienza descartando la creencia de que el deslumbramiento de la luna sea la causa de esa percepción humana, sin tomar en cuenta la fuerte incidencia del sol. Inmediatamente alude a otra creencia de que las sombras lunares reflejan el gran océano proyectado en el más puro y hermoso de los espejos.

Desde esta posibilidad, la conversación sigue el camino de la incidencia de la luz en los distintos elementos naturales y cómo es percibida por el ojo humano. Hay un interés especial por reconocer cómo las distancias entre el sol, la tierra y la luna inciden en las observaciones que podamos hacer de ellos y cómo desentrañar los eclipses ayuda a dilucidar esas relaciones. Se repasan posturas ópticas, geométricas y astrológicas, que abren las reflexiones filosóficas sobre la constitución de los seres naturales y sus comportamientos de acuerdo a su conformación.

Algunos dialogantes defienden la idea de que la luna ha de estar formada por alguno de los elementos distintos a la tierra. Si no fuese así, argumentan, la luna caería sobre nosotros, pues cada elemento busca acoplarse en su propia condición. A pesar de esto, la tesis de que la luna sea térrea es la aceptada, al aclararse que esa caída es imposible, ya que su movimiento inherente la mantendrá en su lugar hasta que otro cuerpo pueda desviarla. La armonía misma del Cosmos, recuerdan, garantiza su estabilidad.

Pero la discusión aún no se acaba, apenas nos asomamos a lo que al oficiante apolíneo le interesaba: demostrar y enfatizar que lo sensible está siempre en relación con lo inteligible, con lo espiritual.


La unidad de la razón natural