Las cosas de Orfeo
Por Humberto Ortiz.
Orfeo era un cantor que, asistido por la lira, amansaba a las bestias, detenía el curso de las aguas, hechizaba las duras peñas de los montes y seducía a los dioses. Sus padres, dicen las fuentes, eran el rey tracio Eagro y la musa Calíope; aunque muchas historias lo nombran como hijo de Apolo. Su humanidad mítica tendrá un significativo valor en el camino espiritual y metafísico de la cultura griega. Las cosas de Orfeo, sus misterios, remitían a una variada serie de leyendas con contenidos enigmáticos que, desde un callado sentido, alimentaban la creencia en la inmortalidad del alma, transitoriamente sepultada en el cuerpo.
Al bardo tracio se le han atribuido muchos versos a lo largo de los siglos. Con esos cantos -algunos inscritos en tablillas de oro- su referencia se hizo la transmisora de los ritos relacionados a la iniciación para salvar al alma personal, los llamados teleté (τελεται). Estas ceremonias fundamentaron el movimiento mistérico en Grecia, cuyos arcaicos orígenes se remontan al siglo VIII a. C.
Aunque Orfeo no es mencionado ni por Homero ni Hesíodo, la mayoría de las fuentes consideran al sibilino vate anterior a los poetas épicos. La representación figurada más antigua que se conoce con certeza, por estar acompañada del nombre, es una metopa en Delfos del 570 a. C. Ahí se ve a un personaje barbado junto a otro cantor, a bordo de la nave Argo; imagen que lo sitúa en una aventura heroica anterior a la guerra de Troya.
Todos los rituales mistéricos griegos tenían un carácter soteriológico, ya sea para la salvación de las cosechas o la cura de alguna enfermedad. La salvación del alma era el precepto cardinal para los órficos. Se cuenta que en sus rituales se enseñaba, mediante invocaciones mágicas, a reconocer y aceptar las verdades divinas para enfrentar la llegada al más allá, que sería el verdadero nacimiento. Parece que las ceremonias órficas eran reuniones de particulares en las que se participaba a voluntad, se realizaban al margen de los rituales públicos y no estaban organizadas por ningún templo. Sus adeptos se movían entre los distintos ritos que involucraban el paso por el inframundo.
El mito órfico alude a una intimidad poética con el oscuro decir de lo natural. El poeta, al que Orfeo personifica, aparece como el mediador entre las fuerzas telúricas y la humanidad; es un intérprete que armoniza las cosas mundanas con palabras y música para revelar lo trascendente, lo eterno, del efímero transitar. Estas creencias fueron constantemente puestas en duda o matizadas por los escritores greco-latinos. Así y todo, los secuaces de Orfeo se multiplicaron vertiginosamente desde el siglo VI a. C hasta el siglo V d. C.