La terredad de Eugenio Montejo
Por Álvaro Mata
Aunque siempre se le ha vinculado a Valencia, ciudad donde vivió durante muchos años, Eugenio Montejo nació en Caracas en el año 1938. Fue profesor universitario, gerente literario de la editorial Monte Ávila, y miembro del cuerpo diplomático venezolano, lo que le permitió viajar a Portugal y conocer in situ la obra de Fernando Pessoa, de tan marcada impronta en la suya.
Escribió diez poemarios de altos quilates, también dos pulcrísimos libros de ensayos, y nos regaló esas joyas lúdicas que son sus heterónimos, con el inolvidable Blas Col a la cabeza.
Terredad, Trópico absoluto, Alfabeto del mundo y Adiós al siglo XX son apenas algunos de sus poemarios más celebrados, por representar profundas experiencias de lectura que se atesoran toda la vida.
La poesía de Eugenio Montejo tiende un puente entre la vida y la muerte, como si de una continuidad ininterrumpida se tratara. Pasado, presente y futuro se cruzan mágicamente, dejando entrever el misterio de la existencia sobre la Tierra, y el empecinado hilo invisible que nos cose a ella.
A ese extrañamiento vital se refirió el poeta con una palabra de su invención, “terredad”, que intenta describir “la condición tan misteriosa de nuestros días en la Tierra”. El poeta peruano Américo Ferrari la entiende como el “destino oscuro de cada ser terrestre que atrae a cada ser a su centro y lo religa a su mundo”.
Sobre ello nos habla Montejo en el poema homónimo, “Terredad”, que escucharemos a continuación en su propia voz:
Terredad
Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.
Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables,
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.