Cruz Salmerón Acosta
Por Álvaro Mata
Si hay un lugar de Venezuela indisolublemente ligado a la impronta de un poeta, ese es Manicuare, población de la Península de Araya en el estado Sucre. En ese apartado lugar nació Cruz Salmerón Acosta en el año 1892, y allí vivió su infancia, entre el mar y la sal, con las faenas pesqueras y la fraternidad de la gente de su pueblo como espectáculo cotidiano.
Llegado el momento, Salmerón Acosta pasa a estudiar a la Universidad Central de Venezuela. Pero cursando el segundo año de la carrera de leyes, comenzó a sentir fuertes dolores en los brazos, que cada vez se hicieron más frecuentes. Al consultar con los médicos, el diagnóstico fue demoledor: Mal de Hansen, mejor conocido como lepra, el “inmundo mal” bíblico.
Es por ello que principios de 1913 Cruz Salmerón Acosta regresa a su oriente natal en busca del reposo. Pero lejos de eso, la desgracia lo ciñe, pues al día siguiente de su llegada muere su hermana más querida. Y poco tiempo después, su hermano Antoñico es asesinado por el jefe civil del lugar, crimen que es vengado por el fuenteovejuno pueblo de Manicuare. Sobrevienen las persecuciones y Salmerón va a parar a la cárcel por casi un año.
Al salir del presidio, se recluyó hasta el final de sus días en una pequeña casa construida para él en lo alto de una colina frente a una solitaria playa. Un único cuarto con una cama y una tina de cemento para los paliativos baños, serán testigos de su tragedia. En su “sombrío y eterno retiro” pasará los últimos 15 años de su vida, rodeado de la brisa salobre, el azul del cielo y el mar, y el amor de su pueblo. Porque Salmerón Acosta se convirtió en una especie de icono de Manicuare, al que ennobleció con una poesía sencilla que los habitantes han sabido transmitir oralmente.
Desde su aislamiento, dictaba poemas a algún amanuense, pues sus “dolorosas manos mutiladas (…) ya ni la pluma pueden empuñar”, según se lamenta en un poema.
Y es que los poemas de Cruz Salmerón Acosta están cargados de dolor y tormento, pero también de resignación y amor, la mayoría vertida en sonetos de acerada factura, como su inmortal poema “Azul”, que vino a convertirse en referencia cromática ineludible de la poesía venezolana. Leámoslo.
Azul
Azul de aquella cumbre tan lejana
hacia la cual mi pensamiento vuela
bajo la paz azul de la mañana,
¡color que tantas cosas me revela!
Azul que del azul del cielo emana,
y azul de este gran mar que me consuela,
mientras diviso en él la ilusión vana
de la visión del ala de una vela
Azul de los paisajes abrileños,
triste azul de mis líricos ensueños,
que me calman los íntimos hastíos.
Sólo me angustias cuando sufro antojo
de besar el azul de aquellos ojos
que nunca más contemplarán los míos.