Antonio José Fernández, “El hombre del anillo”

 


 

 

Por Álvaro Mata

Antonio José Fernández vendía verduras en el Mercado Libre de Valera y casi nadie conocía su trabajo como escultor. Hacía figuras para su casa, para que lo acompañaran, resguardándolo a él, y él resguardándolas a ellas de las miradas insensibles que veían fealdad donde sólo había belleza inquietante.

Quiso probar suerte y someter al juicio del otro sus creaciones. Al fin y al cabo, “nadie puede vivir sin el tú conciliador”, como dijo el poeta. Donó, entonces, una de sus esculturas, la más preciada, al liceo de Valera, y la respuesta fue la burla de los profesores. El artífice se sintió derrotado, truncadas las alas de su necesidad expresiva. A causa del dictum de los doctos indoctos, y sumido en una profunda crisis, armado con un palo, algunas de las figuras que con él moraban fueron víctima de su feroz desengaño. Pero el oportuno consejo de Salvador Valero, oscuro cual designio, como su propia pintura, lo detuvo a tiempo: “Usted lo que necesita es que lo descubran”.

Merodeando por el occidente venezolano andaba el irreverente Carlos Contramaestre, rastreando con las vísceras las manifestaciones artísticas populares del interior del país. Llegó a Valera en el año 1964 y fue de inmediato al Mercado Libre. Preguntó por el artista, por el escultor, por el tallista, pero nadie sabía a quién se refería. Alguien le mencionó “que conocía a un hombre raro, a quien llamaban El hombre del anillo”. Y con estas señas, halló a nuestro personaje entre tubérculos. En la mano portaba un enorme anillo tallado en una piedra de río. Cruzaron las manos en un estrecho pacto fraterno, que, sin dilación, llevaría la obra del verdulero a las salas expositivas de Caracas, Maracaibo y Mérida.

Sus rudimentarias esculturas de cemento y yeso figuraban hombres y mujeres en escenas cotidianas, teniendo preferencia por las mujeres vistosamente ataviadas y adornadas con flores. No pocas de sus tallas de madera representan el parto de la mujer, como se evidencia en su serie Paritorios, donde evoca su época de asistente de partero durante su estancia en el ejército, en San Cristóbal. Son tallas de un notorio dramatismo, patente en los colores vibrantes que ilustran el desgarro y el milagro del alumbramiento. Y a estos potentes trabajos, se sumó la pintura, hecha con aceites industriales sobre tela, que aborda, en una sempiterna montaña empinada, episodios cotidianos del campo, no siempre idílicos, pues los hombres hacen de las suyas, los gendarmes arremeten contra la bucólica paz, y también hace lo propio la mirada divina que, desde lo alto, envía rayos de fuego castigadores.

En poco tiempo, la obra de Antonio José Fernández fue conocida y admirada en todo el país, y pasó de inmediato a engrosar el canon de nuestro riquísimo arte popular. De esta manera, y gracias al perspicaz ojo de Carlos Contramaestre, el vaticinio de Salvador Valero se había cumplido.

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