La aventura informalista de José María Cruxent

 


 

 

Por Álvaro Mata

Pintor, arqueólogo, explorador y antropólogo, José María Cruxent llegó al puerto de La Guaira en 1939, “con la ropa puesta, algunos libros, diez dólares y una pequeña hija enferma”, recuerda. Escapando de la Guerra Civil española, traía en su maleta los estudios de arqueología que emprendió en la Universidad de Barcelona, su terruño, y el estímulo de la vanguardia surrealista, que vivió en París en su tránsito hacia América.

En Venezuela se percata de que la arqueología es prácticamente un terreno virgen, y se adentra en remotos lugares para conocer el sustrato del suelo que pisa, las entrañas mismas del nuevo país que adoptó, y que lo adoptó como hijo ilustre. De esta manera, en Cubagua llegó a los orígenes hispánicos, en Taima Taima y Tara Tara encontró los huesos de los primeros habitantes, en Caracas revivió la ruta de Losada. Y será la expedición a las fuentes del Orinoco la más importante que acometió en su vida, según reconoció.

No poco ocupado andaba Cruxent en estos menesteres, cuando comenzó a excavar dentro de sí las imágenes que le inquietaban y que pugnaban por salir. En una labor casi desconocida, “clandestina”, decía él, se dio a la tarea de recoger fibras en sus recorridos por los territorios indígenas, para luego adherir esas redes, cuerdas y tejidos, con pintura industrial, a superficies planas, dando como resultado unas obras pioneras del informalismo venezolano, que mostrará al público por primera vez en 1959 en el Salón Espacios Vivientes de Maracaibo. En lo sucesivo, su actividad expositiva será intensa.

Viaja a París y se empapa de la corriente cinética en boga. Experimenta y crea sus obras paracinéticas, composiciones con mallas, telas y luz artificial, con las que logra un efecto moiré, reminiscencia del agua negra del Amazonas “que deforma con un reflejo mágico las figuras”, dice. El juego de tramas que vemos en los trabajos propiamente informalistas, se repite aquí en pequeñas cajas artesanales, en la sensual armonía de mallas y colores que comprueban aquella sentencia suya, en la que afirmaba, convencido, que “lo inexistente quizás existe y lo imaginario quizá es tangible”.

A partir de 1974, deja de participar en las exposiciones de arte y se dedica por completo a la arqueología, un avasallante trabajo que continúa su obra plástica, porque como señaló Cruxent: “Cuando desentraño de la tierra las bellas piezas que estuvieron perdidas, me parece desentrañar el propio arte de este informalismo”.

Sólo quince años de presencia en el circuito artístico bastaron para hacer de José María Cruxent una referencia ineludible en la historia del arte venezolano. Quince años en los que le robaba tiempo al sueño para lanzarse de lleno a esa otra investigación arqueológica, la del buceo en sí mismo, inseparable de su faena diurna.

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